No sabría decir cuantas horas estuve dormida, mi consciencia iba y venía. De vez en cuando escuchaba algunas voces, tenían un acento extraño pero no lograba identificarlo.
No escuché más.
Un hombre riendo.
Alguien intentando darme de beber o de comer, no logré identificar el qué.
No sé cuánto tiempo pasó así, pudieron ser horas, días o incluso semanas y todas ellas me las pasé igual, entre destellos de consciencia. Cuando por fin me desperté noté que estaba en una cama, si a eso se le puede llamar cama, era muy incómoda. Me estaba clavando todos los muelles, hacía años que no había visto una como esas y la última era de mi abuela.
Abrí los ojos en una habitación pequeña, estaba tumbada en una cama con dosel y sobre mí habían puesto unas mantas. A los pies de la cama había una chimenea, debía de hacer frío fuera porque la habían encendido y le habían metido tanta madera que hacía calor, mucho calor.
Despacio, me fui levantando de la cama, llevaba la ropa con la que me había ido a dormir pero no encontraba zapatillas por ningún lado. El suelo era de madera y no me apetecía ir descalza por él.
Me desplacé por encima de la cama, intentando encontrar las zapatillas o lo que fuera, me conformaba con algo para taparme los pies. Lo único que logré ver fue una especie de calcetines o por lo menos esperaba que lo fueran. Estaban hechos de un tejido extraño, no es que yo supiera mucho de tejidos, pero no lograba identificarlo.
Los clacetiens que tenía yo en mi casa eran suaves y finos, con la forma del pie y estaban preparados para caminar. Estos eran un simple tubo, al que parecía le habían juntado un extremo. Los dedos se apretaban en la punta y el tejido raspaba más que abrigaba y protegía.
Después de ponerme los calcetines me dediqué a investigar. No habían muchas cosas que resaltaran en la habitación, por lo menos a primera vista, pero sí que se podía apreciar que formaba parte de una casa vieja. Toda su decoración parecía sacada de la casa de mi abuela.
La cama estaba situada en el centro, pegada a una de las paredes; delante de ella estaba la chimenea, que seguía desprendiendo calor y, a su lado, la puerta. En ese lado de la habitación no se apreciaba ninguna foto ni ningún objeto personal pero al acercarme vi algo curioso.
Encima de la chimenea, en la repisa se encontraba una pequeña caja que al abrir empezó a emitir sonidos, una caja de música.
Esta era pequeñita, de forma rectangular. En la tapa tenía unos patrones de flores rosas y azules sobre un fondo azul cian mientras que en la parte de abajo el plato y el dorado se mezclaban creando unos patrones preciosos. Al abrir la parte de arriba un pequeño pájaro salía y se ponía a cantar. Era una canción dulce que no había escuchado nunca, casi como si fuera una nana para dormir.
Durante minutos me quedé escuchando la canción, esperando a que acabara para poder volver a empezar y mirando los patrones de la caja hasta que vi el cierre.
Dentro de ella había unos papeles viejos. Habían cogido color por el paso de los años, o por lo menos eso me pareció, y se encontraban doblados cuidadosamente.
Los abrí con cuidado, con miedo a romperlos, pero el papel parecía más delicado de lo que era, podía manejarlo perfectamente.
Eran una serie de cartas: 1803, 1804, 1805... Estaban guardadas en orden cronológico y, por lo que pude ver, todas eran de la misma persona.
No sabía que la gente guardaba cartas desde hace tantos años ni que estuvieran tan bien conservadas.
Querida Señora Smith, Alice. Tenía ganas de usarlo ya.
No sabes lo que he podido apreciar hoy. En mi vida no había visto nada igual. Esta mañana el señor Smith vino a recogerme. No te he querido escribir nada de esto antes por no preocuparla, no era menester.
Hace poco me presentaron un negocio al que no pude negarme, van a abrir una nueva fábrica en la ciudad. El señor Smith me contactó porque necesitaba un socio. Dice que tiene la mano de obra, aunque no sé de dónde la ha sacado, no ha llegado ninguna compañía...
- Te veo entretenida.
Salté tanto que casi me caigo, menos mal que alguien estaba cerca y me sujetó. Cuando me di la vuelta vi a una mujer. Estaba tan concentrada que no me había dado cuenta de cuando había entrado.
Se encontraba en la puerta y me miraba fijamente, esperando una respuesta. Llevaba una camisa blanca con una especie de fruncido en el frente junto a una falda larga negra. La falda parecía una parte de un juego de dos, como si faltara una pieza. Me recordaba a la ropa del siglo pasado.
Abrí la boca para responder pero no pude, no sabía que decir. Me había pillado en una posición un tanto extraña. Estaba leyendo una carta privada de otra persona, una carta que podía ser una reliquia por los años de la misma y la posible dueña de la herencia me acababa de ver con ella.
- Ven vamos a sentarnos- dijo con una sonrisa mientras se sentaba. Transmitía paz y serenidad.
Al darse la vuelta le pude ver el pelo, lo llevaba recogido en un moño perfectamente peinado con pequeñas trenzas.
En ese momento fui muy consciente de mí misma. Mientras ella estaba perfectamente arreglada, como si hubiera salido de una revista de hace años, allí estaba yo, con mi pijama rosa de cuando vivía con mis padres. No era ni un pijama completo, la camiseta se había perdido y me había quedado con una de las camisetas de mi hermano.
Entre las dos había una gran diferencia. Ella emitía elegancia. Yo, descontrol.
Bajo su mirada me senté, inquieta e incómoda. No podía mirarla a la cara y ella pareció entenderlo. Mientras yo esperaba ella empezó a preparar un café. No sabía cuando lo había traído pero tampoco sabía cuando había entrado así que no podía decir mucho.
Con cuidado cogió las cartas de mis manos.
- Sabes, pensé que las había guardado en otro sitio. No te preocupes, no me molesta que las hayas leído.