Cae en sus manos -soberbia-

Capítulo 5

Eliza no era tonta. Aunque a veces prefería engañarse a sí misma, había aprendido a distinguir esa sutil punzada de intuición que le susurraba cuando algo no andaba bien. Y ahora, esa punzada se había transformado en una presión constante, un nudo invisible en el pecho que la acompañaba a todas partes. No podía explicarlo del todo, pero había comenzado a sentir que su vida ya no le pertenecía por completo. Como si cada decisión, cada paso, estuviera guiado por una voluntad ajena a la suya.

Su apartamento, antes refugio seguro, había empezado a adquirir una cualidad extraña. Las paredes parecían más cercanas. El aire, más denso. Como si una presencia silenciosa estuviera siempre allí, observando desde los rincones más oscuros. No era miedo, exactamente. Era algo más íntimo. Una sensación de que la estaban moldeando desde adentro, empujándola hacia un lugar que no podía identificar con claridad.

El día comenzó como todos los demás, al menos en apariencia. El despertador sonó a las siete. Eliza lo apagó de inmediato, como si temiera que alguien más pudiera escucharlo. Se sentó al borde de la cama, sintiendo la frialdad del piso acariciar sus pies descalzos. Respiró hondo. Contó hasta diez. Pero nada parecía aliviar la inquietud que le recorría la piel.

La rutina la guiaba como un autómata: ducha, ropa, desayuno a medio terminar. Y aunque el reflejo en el espejo seguía siendo el suyo, algo había cambiado. La forma en que se miraba ya no era la misma. Sus ojos se veían más opacos, como si estuvieran mirando desde una distancia mayor. Había dejado de reconocer ciertas partes de sí misma.

Aun así, fue a trabajar. Caminar por la ciudad era una forma de mantenerse en movimiento, de convencerse de que todo estaba bien. Pero incluso las calles parecían distintas últimamente. Las miradas de los transeúntes duraban demasiado. El ruido del tráfico le resultaba más agudo. Cada estímulo se intensificaba, como si su cuerpo estuviera permanentemente en estado de alerta.

En la oficina, la normalidad se vestía de costumbre. La misma entrada, el mismo saludo mecánico del portero, el mismo sonido de teclados repiqueteando. Pero cuando Sarah, su compañera de escritorio, la vio llegar, frunció el ceño.

—Eliza, ¿estás bien? —preguntó en voz baja, con una mezcla de preocupación y cautela—. Te ves… distinta.

Eliza forzó una sonrisa. Ya se había acostumbrado a mentir con gestos.

—Sí. Solo he dormido mal últimamente, eso es todo. —Le quitó importancia con un ademán.

Sarah no insistió, pero tampoco pareció convencida. Sus ojos la siguieron por un momento antes de volver a la pantalla de su computadora.

Eliza se hundió en su silla, encendió su monitor y se aferró al trabajo como si fuera un ancla. La rutina, aunque monótona, le permitía no pensar. O al menos intentarlo. Pero su mente no dejaba de regresar a él.

Lucian.

Su nombre tenía un peso propio, como si se tratara de una entidad más que de una persona. Cada vez que pensaba en él, una corriente eléctrica recorría su columna. Había algo en su forma de estar presente incluso en la distancia. En sus palabras medidas, en su mirada afilada, en la manera en que pronunciaba su nombre con esa mezcla de autoridad y pertenencia.

Eliza no sabía exactamente en qué momento él había comenzado a ocupar tanto espacio en su vida. Solo sabía que ya no podía imaginar un día sin que su sombra se interpusiera entre ella y el resto del mundo.

A media tarde, cuando comenzaba a sentirse agotada, escuchó su voz.

—Eliza, ven.

Lucian no gritaba. Nunca lo hacía. No necesitaba levantar la voz para imponer su presencia. Cada palabra suya era una orden suave, disfrazada de petición.

Eliza se levantó lentamente. Caminó por el pasillo como quien atraviesa un campo minado. Sabía que algo la esperaba al otro lado de la puerta. Algo que no podía evitar.

El despacho de Lucian era como él: impecable, frío, calculado. Las paredes de vidrio dejaban pasar la luz justa, pero nunca del todo. Todo en ese espacio transmitía poder. Desde la alfombra gris perla hasta los estantes simétricos repletos de libros y objetos perfectamente alineados.

Él no levantó la vista al principio. Tecleaba algo en su computadora con una precisión casi irritante. Cuando finalmente la miró, fue como si la atravesara. Ella bajó la mirada, incapaz de sostenerla por más de unos segundos.

—He estado revisando tu desempeño —dijo sin rodeos—. Y creo que es momento de que tomes una decisión importante.

—¿Sobre qué? —preguntó ella, intentando sonar más firme de lo que se sentía.

Lucian entrelazó las manos sobre el escritorio y se inclinó apenas hacia adelante.

—Sobre ti, Eliza. Sobre quién sos realmente. Y sobre si estás dispuesta a seguir siendo útil.

La palabra “útil” le golpeó el estómago como un puño. No “valiosa”, no “importante”. Útil. Como una herramienta. Como algo reemplazable.

—¿Útil para qué? —murmuró.

Él sonrió, y esa sonrisa fue peor que cualquier amenaza.

—Para mí. Lo demás es secundario.

Eliza tragó saliva. Quiso decir algo, protestar. Pero sus labios no se movieron. Se quedó quieta, como una presa ante el depredador. Y aunque todo en su interior gritaba por romper ese hechizo, solo logró asentir.

Lucian se recostó en su silla, satisfecho.

—Necesito que te mantengas enfocada. Que no permitas distracciones. Ni personas. Ni dudas. Nada puede interferir con lo que estás haciendo.

—¿Y si lo hace?

—Entonces todo esto habrá sido una pérdida de tiempo.

Salió de la oficina con el corazón latiendo a mil por hora. Se sentía vacía. Peor aún: moldeada. Como si cada conversación con Lucian le quitara una parte de sí y la reemplazara con algo ajeno, algo que no comprendía pero que aceptaba sin resistencia.

De regreso en su escritorio, revisó su celular por inercia. Tenía un mensaje de él.

“Recuerda quién eres. No te distraigas. No olvides a quién le perteneces.”




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