Cae en sus manos -soberbia-

Capítulo 6

Eliza despertó temprano, como siempre. Aún antes de que el sol se asomara por las rendijas de las persianas, sus ojos ya estaban abiertos, clavados en el techo. Pero esa mañana, algo era distinto. No sabía exactamente qué, pero lo sentía en el cuerpo, como una electricidad leve pero persistente que no se iba. La casa, aunque igual de silenciosa, parecía más vacía. Más hueca. Como si los recuerdos que antes la sostenían se hubieran evaporado lentamente, sin aviso. La vida que había tenido antes de Lucian—las salidas con amigos, las risas sin motivo, las noches mirando películas en pijama—se desdibujaba a pasos acelerados, como una pintura bajo la lluvia.

Se levantó con movimientos automáticos, como si su cuerpo supiera lo que tenía que hacer aunque su mente estuviera lejos. Se duchó, se peinó sin mirarse demasiado en el espejo, y eligió una blusa blanca, sencilla, sin adornos. No quería parecer provocativa, ni demasiado llamativa. Había aprendido que con Lucian, cualquier detalle podía ser interpretado, analizado, convertido en un mensaje. Vestirse ya no era una expresión de libertad, sino una estrategia.

Él siempre miraba. Siempre evaluaba.

Al llegar al trabajo, fue recibida con la sonrisa tenue de Sarah, su compañera más cercana en la oficina. Pero esa sonrisa no era de cortesía: era una mezcla entre compasión y sospecha. Sarah la miró como si pudiera ver más allá de su piel, como si supiera que algo se estaba desmoronando dentro de ella.

—Eliza, ¿todo bien? —preguntó con una calma que, lejos de tranquilizarla, la hizo sentirse más expuesta.

—Sí… todo en orden. Solo un poco cansada —respondió Eliza, forzando una sonrisa que no le alcanzó los ojos.

Sarah frunció los labios y se acercó con lentitud, como si temiera asustarla. Le puso una mano suave sobre el hombro, y Eliza sintió una punzada en el pecho.

—Si necesitás hablar… estoy acá. No tienes que pasarlo sola.

Eliza no supo qué decir. Tenía tantas palabras atoradas en la garganta que ninguna lograba salir. ¿Cómo podía explicarle lo que estaba viviendo? ¿Cómo contarle que su mundo ahora giraba alrededor de alguien que no permitía márgenes, ni espacios, ni aire? Lucian era su sol y su eclipse, su refugio y su prisión. Había dejado que él penetrara cada capa de su vida, cada rincón, cada pensamiento. Y ahora… ahora ya no sabía cómo vivir sin su sombra.

—Gracias, Sarah. De verdad. Estoy bien. Solo cansada, como te dije —insistió, intentando zafarse de la conversación.

Sarah no parecía convencida.

_“Ya no tenés esa chispa —dijo. Y dolía.”

Esa chispa.

Eliza bajó la mirada. ¿Había tenido una chispa alguna vez? Tal vez sí. Tal vez, hace mucho, fue una mujer diferente. Más libre, más ruidosa, más espontánea. Ahora era meticulosa, discreta, y se aseguraba de no levantar sospechas. Ya no confiaba en nadie, y por sobre todo, no podía permitir que nadie supiera lo que realmente pasaba entre ella y Lucian.

—Agradezco tu preocupación. Pero estoy bien. En serio —repitió, más firme esta vez.

Sarah la observó un segundo más, y luego se alejó, respetando el silencio autoimpuesto de Eliza. Pero la incomodidad quedó flotando en el aire como un perfume denso.

El día transcurrió con lentitud exasperante. Eliza trabajó con eficacia, aunque su mente viajaba constantemente. ¿Cómo había llegado hasta este punto? ¿Cuándo se le había escapado de las manos su propia historia?

Cada vez que pensaba en escapar, sentía que algo más fuerte que el miedo la retenía. Lucian la ataba con palabras, con promesas, con amenazas que no siempre eran explícitas. Y sin embargo, su presencia era tan magnética que ya no sabía si la obedecía por miedo… o por necesidad.

Tal vez, ambas.

Al mediodía, el mensaje en su teléfono fue escueto: “Mi oficina. Ahora.” Su cuerpo reaccionó antes que su mente. Dejó lo que hacía y caminó por el pasillo como si cada paso la acercara a un lugar sin retorno.

Lucian estaba de pie, de espaldas a la puerta. Observaba la ciudad a través de los ventanales, las manos cruzadas detrás de la espalda. Se giró al oírla entrar y la miró como si la estuviera midiendo.

—Eliza —dijo con tono neutro, casi clínico—. Tengo algo que quiero que hagas para mí.

Ella asintió, aunque la garganta se le cerraba.

—¿Qué necesitás?

Lucian la invitó a acercarse con un gesto de la mano. Su voz, aunque suave, tenía un peso que Eliza no podía ignorar.

—Quiero que sigas demostrándome tu lealtad. Y no me refiero solo a lo que decís. Quiero que cada una de tus decisiones, cada uno de tus actos, me confirmen que entendés quién soy para ti. Y quién eres tú para mí.

Eliza tragó saliva.

—¿Qué… quieres que haga?

Él sonrió. Una sonrisa peligrosa, contenida, que no alcanzaba sus ojos.

—Nada nuevo. Solo recordarte algo: Eres mía. Siempre lo fuiste, incluso antes de saberlo. Y si alguna vez pensás que podés estar sin mí… recuerda esta sensación —dijo, alzando una mano para rozar su mejilla—. La sensación de estar completa. Porque sin mí, no vas a tener eso nunca más.

Eliza cerró los ojos por un instante. Una parte de ella quería gritar, empujarlo, correr. Pero otra… otra se quedaba quieta, absorbiendo cada palabra, cada caricia, como si de eso dependiera su respiración.

¿Era una advertencia? ¿Una amenaza? ¿O una promesa?

No lo sabía. Pero lo que sí sabía era que esas palabras se le incrustaban en la piel como un tatuaje invisible.

Al salir de su oficina, sentía que algo dentro de ella se quebraba… y al mismo tiempo, se endurecía. Caminó hacia el baño, se encerró en uno de los cubículos y apoyó la frente contra la puerta. No lloró. No podía. Había dejado de hacerlo hacía tiempo.

Lo que sentía no era tristeza. Era vértigo. Era esa sensación de estar cayendo y no saber si alguien te va a atrapar… o dejarte estrellar.

Y sin embargo, muy en el fondo, una chispa—apenas una—empezaba a encenderse. La chispa del juego. De su propio juego.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.