Eliza caminaba por el pasillo con pasos rápidos, como si el sonido de sus tacones pudiera ahogar los pensamientos que constantemente la atormentaban. El eco metálico resonaba en las paredes blancas del edificio, marcando cada segundo con una precisión angustiante. Cada día era más difícil. Todo lo que alguna vez había considerado suyo —su espacio, sus decisiones, su libertad— se desmoronaba lentamente, como si sus recuerdos estuvieran siendo borrados uno a uno por la presión constante de Lucian.
El tiempo, ese mismo que antes parecía fluir con naturalidad, ahora se arrastraba. Como si estuviera retenido por hilos invisibles que alguien más manipulaba. Todo lo que ella conocía, todo lo que alguna vez fue familiar, parecía deformarse bajo las manos invisibles de él. Nada le pertenecía. Ni siquiera sus pensamientos.
Su teléfono vibró en su bolso. Un zumbido suave, insignificante para cualquiera, pero que a ella le provocó un espasmo en el estómago. Lo sacó con manos temblorosas y vio el nombre de Lucian en la pantalla. La tensión le subió por la espalda como un escalofrío frío.
“¿Ya terminaste?”
Una simple pregunta. Cuatro palabras. Pero la carga emocional que traían consigo era suficiente para hacer que su corazón se acelerara. Ya no eran mensajes casuales, ni siquiera recordatorios. Eran comandos disfrazados de cortesía. Órdenes que no podía ignorar.
Sus dedos se movieron casi por reflejo.
“Sí, todo está listo.”
El mensaje fue enviado antes de que pudiera pensar demasiado. Y, como si él hubiera estado esperando, su respuesta llegó de inmediato.
“Perfecto. Nos vemos en la oficina a las 6. No llegues tarde.”
Eliza tragó saliva. No era tanto el contenido del mensaje lo que la asustaba, sino lo que implicaba. Lucian siempre sabía cuándo presionar, cómo hacerlo y qué palabras usar para recordarle que el control era suyo.
Había una rutina en esa relación que ya no era espontánea, sino medida, estructurada, casi mecánica. Él hablaba, ella obedecía. Y no porque quisiera, sino porque no podía soportar lo que venía después si no lo hacía.
A las 17:54, Eliza llegó al edificio donde funcionaban las oficinas de Lucian. Subió los tres pisos por las escaleras, evitando el ascensor por puro instinto, como si necesitara el tiempo extra para prepararse mentalmente. Al llegar a la puerta, se detuvo unos segundos. Respiró hondo. Su mano temblaba ligeramente cuando tocó el picaporte.
Adentro, el silencio era espeso. Lo primero que vio fue a Lucian, sentado en su silla giratoria, perfectamente erguido, revisando el reloj que colgaba en la pared como si lo hubiera colocado allí solo para marcar su autoridad.
Sus ojos se encontraron. Fríos. Evaluadores.
—¿Llegaste tarde? —preguntó Lucian con voz baja, contenida, pero cortante como una cuchilla.
—No… —Eliza respondió rápidamente, notando lo estúpido que sonaba justificarse. No había necesidad, pero el miedo era más fuerte. —Lo siento, llegué justo a tiempo.
Lucian no dijo nada. La observó en silencio durante lo que le pareció una eternidad. Sus ojos analizaban, diseccionaban cada uno de sus movimientos. Finalmente, hizo un gesto leve con la cabeza y señaló la silla frente a él.
—Siéntate.
Eliza obedeció. Su respiración era regular, pero sólo porque se había entrenado para que así fuera. Por dentro, estaba en caos. Ya nada en esa relación era profesional. Hacía tiempo que habían cruzado esa línea invisible. Cada palabra, cada gesto de Lucian llevaba una doble intención, una segunda capa oculta de significado que ella ya había aprendido a decodificar.
—¿Cómo te ha ido con tus… “amigos”? —dijo él, con una sonrisa apenas perceptible. Eliza sabía que no hablaba de amigos reales, sino de esas pocas personas que todavía significaban un nexo con el mundo exterior: una excompañera de facultad, su hermana, alguien que había conocido en una cafetería meses atrás.
Personas que le recordaban quién solía ser.
No respondió de inmediato. Pensó en decirle que no había hablado con nadie, que estaba sola, como a él le gustaba. Pero cualquier mentira mal dicha podría ser peor.
—Bien —dijo finalmente, sin añadir nada más.
Lucian entrecerró los ojos.
—Te dije que tenías que dejar de lado a esas personas, Eliza. No son buenas para ti. No entienden lo que necesitas. Yo sí.
La frase no era nueva. La había escuchado tantas veces que podría haberla recitado con su tono exacto. Pero esta vez sonaba diferente. Más agresiva, más definitiva.
—Yo solo… —intentó decir, pero su voz se apagó.
—Lo que tienes que hacer es seguirme. Si realmente deseas ser feliz, si de verdad quieres encontrar tu lugar en este mundo, tienes que confiar en mí. Alejarte de ellos. De todo lo que no tenga que ver conmigo.
Eliza sintió un peso en el pecho, como si cada palabra que salía de su boca sellara una parte de ella para siempre. ¿Realmente podía ser feliz con Lucian? ¿O se estaba engañando a sí misma solo porque tenía miedo de estar sola?
Lucian se inclinó hacia adelante, apoyando los codos sobre el escritorio. Su mirada era intensa, pero no mostraba emoción. Estaba acostumbrado a ganar.
—¿Te estoy haciendo pensar, Eliza? —preguntó con voz suave. —¿Estás empezando a dudar de mí?
Ella bajó la mirada. La pregunta era un arma. Si decía que sí, habría consecuencias. Si decía que no, estaría aceptando que lo necesitaba. Ninguna opción era segura.
—No lo sé —susurró.
Lucian no respondió de inmediato. Solo la observó. Luego se levantó, caminó lentamente hacia la puerta, se detuvo y se volvió hacia ella.
—Recuerda lo que te dije. Lo que tienes aquí, conmigo, no lo vas a encontrar en ningún otro lugar. Nadie te dará lo que yo te ofrezco. Nadie.
Eliza asintió. Pero por dentro, no estaba segura. Ya no sabía si lo que él le ofrecía era amor o prisión. Protección o sumisión. ¿Era eso lo que merecía? ¿Una vida en la que cada decisión estaba filtrada por su mirada?
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Editado: 06.05.2025