Cae en sus manos -soberbia-

Capítulo 9

Eliza no sabía en qué momento exactamente comenzó a ceder. Tal vez fue en el instante exacto en el que sus labios se encontraron por primera vez con los de Lucian, o tal vez mucho antes, en esas miradas cargadas de peligro y deseo. Sabía que algo había cambiado después del beso, pero no comprendía del todo cómo todo lo que había considerado inamovible en su vida empezaba a desmoronarse como un castillo de naipes arrastrado por una ráfaga inesperada. Esa sensación persistente de que todo lo que hacía y pensaba se estaba volviendo innecesario sin él, la perseguía a todas partes. Como un eco en su mente, como una sombra tras cada paso.

Pero lo peor de todo era que, de alguna forma perversa, disfrutaba de la dependencia que él le estaba creando. Le hacía sentir viva de una manera que jamás había experimentado antes, con una intensidad que rozaba lo prohibido. Era aterrador… y adictivo. Como si Lucian tuviera una llave oculta que abría los compartimentos más oscuros de su alma.

El día siguiente no fue diferente. Cuando se levantó de la cama, sus manos temblaban ligeramente mientras preparaba su café. Los movimientos cotidianos —llenar la cafetera, encender la hornalla, verter el líquido humeante en su taza favorita— se sentían vacíos, automáticos. Miró su reflejo en la ventana de la cocina, y por un breve segundo, no reconoció a la mujer que la observaba desde el otro lado del vidrio. No era solo su rostro pálido ni sus ojeras lo que la desconcertaba, sino esa expresión... de pérdida, de confusión, de entrega.

Frunció los labios, intentando encontrar algo familiar en sus propios ojos, pero no encontró nada. La mujer que veía allí ya no era dueña de su vida, de sus decisiones. Se sentía vacía. Rota. Como si hubiera entregado las piezas de sí misma sin darse cuenta, una a una, hasta que solo quedó una carcasa esperando instrucciones.

Con un suspiro pesado, se tomó su café con más apuro del habitual y salió rumbo a la oficina. Necesitaba una distracción, algo que la sacara de esa neblina mental, aunque fuera por unas horas. Pero el resto de la jornada pasó de forma casi automática, como si estuviera flotando en una burbuja que la aislaba del mundo exterior. Las voces de sus compañeros eran ecos lejanos; los mails, documentos y llamadas parecían ajenos a ella. Todo lo que no fuera él, se sentía sin importancia.

Y su mente no dejaba de recordar las palabras que Lucian había pronunciado la noche anterior.

“Eres mía.”

No sonaba como una amenaza. Ni siquiera como una advertencia. Era una verdad desnuda, incuestionable, algo que ya vivía dentro de ella desde hacía tiempo. Una afirmación que no necesitaba explicación. Y eso era lo más inquietante: que una parte de ella lo aceptaba sin resistencia.

A lo largo de la jornada, intentó mantener la compostura, mantener los pies sobre la tierra. Pero no podía evitar la constante sensación de que él estaba observándola, incluso a kilómetros de distancia. Era como si su presencia se hubiera adherido a su piel, como un perfume que no se quitaba, como un susurro que se repetía en su oído cada vez que cerraba los ojos.

El celular vibró en su bolsillo, sacándola de su ensimismamiento. Con la esperanza de distraerse —y con el corazón acelerado— lo sacó para ver de quién se trataba.

“Te espero en mi oficina. Ahora.”

Eliza sintió un nudo en el estómago. Una mezcla de ansiedad, miedo y... anticipación. Hacía tiempo que no recibía un mensaje directo de Lucian fuera del trabajo, y cada vez que lo hacía, sabía que se trataba de algo más que un asunto profesional.

Sin pensarlo dos veces, se levantó, dejó su puesto atrás y caminó por el pasillo hacia su oficina. El trayecto se sintió eterno. Podía escuchar el latido de su corazón en sus oídos, podía notar la humedad en sus palmas, el leve temblor en sus piernas. Con cada paso, su mente trataba de preparar una defensa, una respuesta, algo que la protegiera de lo que sabía que iba a ocurrir... pero no podía. Porque en el fondo, no quería protegerse.

Lucian la esperaba de pie, de espaldas a la puerta, mirando por la ventana. Su silueta recortada contra la luz del atardecer parecía la de una estatua: rígida, imponente, inquebrantable. Cuando la puerta se cerró tras ella con un clic seco, Eliza se sobresaltó. El sonido pareció definitivo, como un cierre simbólico. Ya no había marcha atrás.

"Ven aquí," ordenó Lucian, sin mirarla aún. Su voz era baja, pero su autoridad se sentía en cada sílaba. Eliza obedeció, cruzando la sala con pasos medidos. Su cuerpo se movía por instinto, como si su voluntad hubiera sido reemplazada por algo más fuerte, más oscuro.

Cuando estuvo lo suficientemente cerca, Lucian se giró lentamente y la miró. Sus ojos tenían ese brillo peligroso, esa intensidad que parecía capaz de atravesarla. Sin decir una palabra, la tomó de la muñeca con firmeza. El agarre no fue brusco, pero sí lo suficientemente autoritario como para dejar claro que no tenía intención de soltarla.

"Te dije que todo lo que hagas tiene consecuencias, Eliza," murmuró, su voz baja y controlada. "Y tus consecuencias empiezan ahora."

Eliza no tuvo tiempo de reaccionar. En un movimiento ágil, Lucian la atrajo hacia sí, encajando sus cuerpos con una intensidad devastadora. Eliza sintió cómo la urgencia de él se filtraba a través del contacto, cómo su cuerpo entero respondía a ese impulso con una mezcla peligrosa de deseo y miedo. Quiso apartarse, pero no lo hizo. No sabía si no podía… o si no quería.

Lucian la besó, y en ese beso no hubo ternura. Solo posesión. Fuego. Control absoluto. Sus labios exigían rendición, y Eliza no puso resistencia. Su mente gritaba que escapara, que se alejara antes de perderse por completo, pero su cuerpo se negaba a obedecer. Todo en ella estaba programado para él, como si hubiera nacido para ese instante.

Cuando el beso se rompió, Lucian la sostuvo por los hombros y la miró fijamente, como si estuviera analizándola al milímetro. Su voz descendió a un susurro, cargado de una gravedad casi hipnótica.




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