Eliza intentó concentrarse en su trabajo durante los días siguientes, pero algo había cambiado. Cada pequeño movimiento suyo, cada conversación, incluso los más simples intercambios con sus compañeros de oficina, le recordaban que ya no era la misma. La sombra de Lucian estaba siempre presente, acechando en sus pensamientos, en su forma de ver las cosas, en las decisiones que tomaba.
Ese jueves por la tarde, al salir de la oficina, su teléfono vibró con un mensaje corto y directo:
“Te espero esta noche. Vístete para cenar.”
No decía más. No necesitaba hacerlo.
Aunque una parte de ella quería ignorarlo, resistirse, la otra –esa que ya se había acostumbrado a obedecer sin cuestionar– comenzó a prepararse en automático. Se duchó, se peinó con cuidado, eligió un vestido que no solía usar para nadie. Mientras se miraba al espejo, sintió un nudo en el estómago: ansiedad, miedo, excitación. No podía nombrarlo del todo.
Lucian la esperaba en su departamento. Cuando abrió la puerta, vestía de manera informal pero elegante. Su expresión era la misma de siempre: contenida, calculadora, intensamente atenta a cada reacción suya.
—Llegas justo a tiempo —dijo con esa voz baja que parecía rozarle la piel—. Ven, tengo algo preparado para ti.
La condujo hacia el comedor. La mesa estaba servida para dos, con velas encendidas y copas de vino. Eliza no pudo evitar sentirse desconcertada. No por la escena en sí, sino porque Lucian no solía tomarse el tiempo para ese tipo de gestos.
Durante la cena, él hablaba con tranquilidad, preguntándole cosas sobre su día, su trabajo, sus rutinas. Pero incluso en esa aparente normalidad, su mirada nunca la soltaba. Cada palabra, cada pausa, parecía calculada para mantenerla justo donde él quería: desarmada, confundida, rendida.
Cuando terminaron, Lucian se levantó de su asiento y desapareció brevemente en otra habitación. Al volver, traía una pequeña caja de terciopelo negro.
—Esto es para ti —dijo, tendiéndosela—. Ábrelo.
Eliza obedeció con manos temblorosas. Dentro, descansaba un collar oscuro, minimalista, pero de un lujo inconfundible. Al centro, un colgante en forma de aro cerrado, pequeño y discreto.
—Es hermoso… —susurró.
—No es solo eso. Es un recordatorio —respondió él, tomando el collar y colocándoselo alrededor del cuello, sin pedir permiso—. De que eres mía, Eliza. No hay escape.
Ella tragó saliva. Sentía el metal frío en su piel, más pesado de lo que parecía. Cada palabra que él pronunciaba dejaba marcas invisibles en su conciencia.
A partir de ese momento, el ambiente cambió. Lucian apagó las luces del comedor y caminó hacia ella con pasos lentos, casi ceremoniales. La tomó por la muñeca y la condujo hacia el salón, donde la luz tenue de las lámparas envolvía todo en una atmósfera íntima y cargada de tensión. Era la misma habitación, el mismo lugar donde todo había comenzado a cambiar.
—Te he estado esperando —dijo él, su voz más baja, más áspera—. Es hora de que nos divirtamos un poco más, Eliza.
Ella no pudo evitar un escalofrío. Sabía lo que iba a pasar. Sabía que no podía resistirse a lo que Lucian quería, a lo que él le había enseñado. Aunque su mente gritaba que debía parar, que debía alejarse, su cuerpo ya había sido marcado por su presencia, por su control.
—Quiero verte rendida —añadió, caminando lentamente alrededor de ella, como un depredador—. Quiero que me des lo que tanto deseas: tu sumisión, tu entrega completa.
Eliza tragó saliva, luchando con las palabras que parecían formar una prisión en su mente. Era lo que quería, sí, pero no en estos términos. A pesar de todo, se sentía culpable. Sabía que lo que estaba haciendo no era lo correcto, pero no podía detenerse.
Lucian se detuvo frente a ella, mirándola con esos ojos oscuros que parecían ver a través de ella.
—¿Qué sientes, Eliza? ¿Lo sientes, verdad? El control que tengo sobre ti. La necesidad que tienes de mí. Sabes que no hay forma de escapar.
La presión en su pecho aumentó, y por un momento, las palabras se desvanecieron. Todo lo que podía sentir era su presencia, su mirada, el peso de lo que le había hecho ser.
—Lo siento —susurró, apenas audible, como si esas palabras pudieran salvarla de sí misma, de la tentación, del abismo en el que había caído.
Lucian sonrió, un gesto tan frío y calculador que Eliza sintió como si le hubieran quitado cualquier rastro de esperanza.
—No tienes por qué disculparte. Porque en realidad, no hay nada que puedas hacer para cambiar lo que somos ahora. Estás atrapada, Eliza. Y te encanta.
Antes de que pudiera responder, Lucian la besó de nuevo, de una manera más dura, más exigente, como si estuviera marcando territorio. Eliza no podía dejar de pensar que todo lo que estaba ocurriendo era una mentira, una ilusión, pero no podía apartarse. No podía dejar de seguirlo.
#5964 en Novela romántica
#505 en Detective
#363 en Novela negra
suspenso drama thriller, soberbia amor, manipulacion y drama
Editado: 06.05.2025