Eliza se despertó con una calma desconcertante. El recuerdo de la noche anterior permanecía grabado como un tatuaje invisible, ardiente en su piel. La forma en que Lucian la había mirado, tocado, hablado… todo había sido diferente. Más suave, sí. Pero también más profundo, más calculado. Como si, en lugar de doblegarla a la fuerza, hubiera decidido hacerlo desde dentro. Y lo estaba logrando.
En su departamento, el silencio era tan espeso que podía cortarse con una cuchilla. Cada rincón parecía observarla. No había huido, no lo había intentado. Peor aún: había empezado a dejar de imaginar cómo sería escapar. Algo dentro de ella –algo que antes gritaba por salir– ahora guardaba silencio.
Su teléfono vibró con un zumbido que rompió la quietud.
"Te espero en mi oficina a las 2. No tardes."
Ni una floritura. Ni una excusa. Solo una orden.
Eliza lo miró, y sin pensarlo demasiado, empezó a prepararse. Su cuerpo se movía por inercia, pero su mente estaba quieta. Como si ya supiera que resistirse era inútil.
A las 2 en punto, estaba frente al edificio. Subió en el ascensor con una mezcla de resignación y expectativa. Cuando llegó al piso de Lucian, la puerta estaba entreabierta. Entró sin llamar, y esa naturalidad, esa entrada sin permiso, era una señal más: ya no necesitaba anunciarse. Él la esperaba, como siempre lo hacía. Como si todo le perteneciera… incluso ella.
Lucian estaba de pie junto a la ventana, con el teléfono en la mano y una copa en la otra. El reflejo de la ciudad dibujaba su silueta como la de un rey moderno en su torre. Giró lentamente al oírla entrar, sus ojos afilados posándose sobre ella como cuchillas envueltas en terciopelo.
—Puntual. Me agrada que aprendas tan rápido —dijo con una sonrisa torcida. No era una cortesía; era una declaración de poder.
Eliza asintió sin saber por qué. Sentía que cada palabra suya era un examen, y cada silencio, una amenaza sutil.
—Quería entender por qué me llamaste —respondió, intentando sonar firme. Pero incluso ella notó la grieta en su voz.
Lucian dejó el vaso sobre la mesa con deliberada lentitud. Caminó hacia ella como si tuviera todo el tiempo del mundo, con esa arrogancia serena que lo vestía como un traje invisible.
—No te llamé —corrigió él, con voz suave—. Te convoqué. Llámalo... una diferencia de jerarquías.
Eliza parpadeó. No sabía si reír o enfadarse. Pero él no le dio tiempo a decidir.
—No pareces molesta —continuó Lucian, acercándose hasta quedar a centímetros de ella—. ¿Será que ya entendiste dónde estás? ¿O es que ya no tienes a dónde huir?
Eliza sintió un temblor recorrerle la espalda. Él no le hablaba como un amante, ni siquiera como un hombre que la deseaba. Le hablaba como un amo que ya la había domesticado.
—Me preguntabas anoche por qué había cambiado —dijo, bajando el tono de su voz como si compartiera un secreto—. No he cambiado, Eliza. No te confundas. Solo he dejado que te acerques lo suficiente como para que creas que tienes elección. Pero no la tienes. Nunca la tuviste.
Sus palabras eran como un cuchillo envuelto en terciopelo. Dolían… pero también fascinaban. Eliza no podía apartar la vista de él.
—¿Entonces todo esto es parte de tu juego? —susurró.
Lucian soltó una carcajada baja, elegante, como si la respuesta fuera tan obvia que no merecía explicarse.
—No es un juego si yo soy el único que pone las reglas. Esto es… una estructura. Un sistema que te voy enseñando a aceptar. Y tú, querida, estás aprendiendo de maravilla.
Eliza apretó los puños. Parte de ella quería gritarle. La otra parte… quería entenderlo.
—¿Por qué yo? —se atrevió a preguntar.
Él la observó en silencio, como si evaluara si merecía la respuesta. Luego ladeó la cabeza con un gesto casi burlón.
—Porque vi en ti algo que no ves tú misma. Algo que puedo moldear. Eres un proyecto, Eliza. Una obra a medio terminar. Y no puedo evitar querer perfeccionar todo lo que toco.
Era una confesión sin humildad. No hablaba de amor. Hablaba de poder, de conquista.
—¿Y si me niego?
Lucian se rió de nuevo, esta vez más bajo. Se acercó hasta quedar cara a cara con ella y le susurró:
—No lo harás. Porque sabes que lejos de mí no eres nadie. Porque necesitas mi voz para silenciar el caos en tu cabeza. Porque mi presencia, por enferma que te parezca, te da sentido.
La besó entonces, pero no fue un beso romántico. Fue una marca. Un acto de posesión. Eliza sintió cómo su cuerpo se entregaba, aunque su mente intentara resistirse.
—¿Ves? —dijo él, acariciándole el rostro—. Así de fácil es perderte. Y lo mejor es que te gusta. Lo niegas, pero lo deseas.
Lucian la llevó de la mano hasta el diván de la oficina, donde se sentó como si presidiera un trono. La hizo sentarse frente a él, no a su lado. Nunca a su lado.
—Hoy no quiero tu cuerpo. Quiero tu lealtad. Tu comprensión de lo que somos. Quiero que me escuches, sin interrumpir.
Eliza lo miró en silencio. Asintió, sin saber exactamente por qué.
—No soy como los demás, Eliza. No tengo culpa. No tengo dudas. Lo que hago, lo hago porque puedo. Porque sé lo que valgo. Tú, en cambio, eres una criatura rota, frágil. Pero tienes suerte. Estoy dispuesto a reconstruirte. A hacerte útil. Hermosa, sí, pero también obediente.
Se inclinó, apoyando los codos en las rodillas, con las manos entrelazadas como un predicador.
—¿Sabes lo que más disfruto de ti? Que aún crees que tienes elección. Ese es tu error más dulce. Y también tu condena.
La miró con una calma tan devastadora que Eliza sintió que se desarmaba.
—Tú piensas que yo te domino porque me alimenta el control —dijo, como si hablara consigo mismo—. Pero no. Te domino porque naciste para ser guiada. Porque en tu caos hay belleza… pero solo si alguien la ordena. Y yo soy ese alguien.
Eliza parpadeó, sintiendo cómo su voluntad se diluía bajo el peso de sus palabras. Él no estaba tratando de convencerla. Solo estaba describiendo una verdad que, según él, era innegable.
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Editado: 06.05.2025