Parte 3 “Marchamos a ritmo de fuego”
Las imágenes en las pantallas desaparecen dejando todo el comedor en silencio mientras un sudor frio me baja por la espalda, haciéndome sentir el asco consecuencia de mi estómago repleto. Mis ojos desencajados dejan desfilar por delante rostros familiares. Nana, mi padre, los niños de quienes Nana cuidaba.
— ¡Este no es el camino de la salvación! — Desde la puerta el rostro desencajado de Aiden apunta hacia la mesa donde se encuentran los entrenadores y generales, avanzando mientras el rostro de le enrojece por la furia —. Inocentes morirán a manos de esos estúpidos solo porque su cobardía les impide aceptar la realidad y morir como lo merecen, ¡Ustedes deberían ser los perseguidos!
Antes de que dé cuenta ya me he puesto de pie, de manera muy lenta pero sonora mientras los sarcillos de aire tintado de gris acero me rodean los dedos y la palma de las manos. Mi padre sigue anclado también a su lugar en la mesa vecina pero levanta la vista cuando todos en la sala me miran.
— ¿Qué has dicho, idiota? — Mi voz está varias octavas caídas, haciéndola sonar apagada y negra.
— ¡Tú también deberías morir, yo soy el único aeroquinético libre de pecado! — Es un impulso, casi una necesidad, cuando sin previo aviso una ráfaga de aire grisáceo embiste a Aiden enviándolo contra la pared, alejado un metro del suelo y con una gruesa columna con aspecto humo rodeándole el cuello.
— Tú y ellos son idénticos, igual de patéticos. Creen que la solución a la muerte es más muerte, creen que con más sangre se borra la anterior. Ustedes son los que merecen morir. — Aprieto el puño derecho para que la columna de aire aplaste aún más la tráquea de Aiden.
— ¡Basta! — El haz de luz golpea en mi pecho haciéndome perder la concentración, enviándome varios pasos trastabillando hacia atrás hasta que logro mantener el equilibrio, sacudiendo la cabeza.
Aiden cae al suelo jadeando bocanadas de aire mientras Kinné, Seth y Farah se precipitan para ayudarle a poner de pie. Mis ojos viajan hacia quien me había impactado en pleno pecho con aquella energía: Mi padre.
— ¿Es que ninguno de los dos, niñatos, comprende nuestra posición? — El silencio que sigue a la voz de mi padre indica que, de hecho, nadie entiende de que habla —. Vendrán aquí, se llevaran a ambos y nos matarán a quienes nos neguemos a colaborar con la armada.
La realidad me golpea como una bofetada cuando caigo en cuenta de que la armada era, básicamente, la autoridad superior del arte de la guerra. Todos ahí estábamos a sus órdenes y designios, a perseguir y atrapar a aquellos blancos que ni quisieran perseguir ellos, probablemente incluso serían nuestras manos quienes podrían fin a sus vidas por aquel capricho de la autodenominada princesa de Bleedom.
Aunque, corrigiendo, en realidad no podía hablar en plural, para cuando la armada pusiera un pie en aquel lugar mi destino estaría sellado a la muerte.
— Cadetes, generales, hombres y mujeres, tengo una pregunta para ustedes. — Podía notar a mi padre crispado, igual o más que yo, pero la diferencia era que él tenía la entereza para ser el foco de todas las miradas sin trastabillar en aquel momento —. ¿Nos quedaremos aquí a esperar el momento en convertirnos en genocidas, o saldremos a oponernos como lo dicta nuestra arte? Juramos defender Bleedom, sus tierras, su mar, a cada habitante en él y aunque algunos aquí aún no han hecho el juramento creo que su ideal es el mismo.
La voz de mi padre vuelve a levantarse mientras puedo ver la decisión expandirse de rostro a rostro, como el sentimiento fuera contagioso.
— Podemos quedarnos aquí esperando como perros amaestrados o podemos ponernos en marcha y defender a aquellos que necesitan de nosotros, ¡Ser los guerreros que nuestra arte exige! — La última frase dicha casi en voz de grito hace enardecer a todos en la habitación quienes no vitorean si no que imitan el gesto final de mi padre, levantando el brazo derecho a puño cerrado, emitiendo un grito estridente.
Un grito de guerra.
Mis ojos no tardan en bajar a Lycaios, intentando asimilar como debe de sentirse en aquel momento, a sabiendas de lo que su padre hacía a esas horas en las calles de la segunda franja, pero me sorprende encontrarle ya con el puño arriba y una expresión guerrera en el rostro, con el odio tatuándole los ojos.
Su vista se levanta hacia mí y ahí puedo notar que está vidriosa, que detrás de aquella decisión hay más de lo que queda a simple vista y que encontrar su balance para pelear en la batalla le duele. Tomo su hombro con mi mano zurda y elevo la derecha con un gesto decidido, sin dejar de verle a los ojos. Estábamos juntos en esto.
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Editado: 14.01.2019