Caelestis Ignis. Donde todo comenzó

CAPÍTULO 6

Evan para asegurarse de que Alexa se encontraba a salvo, la llevo a una casa de seguridad que su alpha había construido para ellos. El lugar era pequeño, y jugaba con madera en todas sus tonalidades. Fuera, había un lago, en el cual se reflejaba la luna.
-Mierda...- susurró Alexa al ver su mayor temor reluciéndose en el cuerpo de agua. Se detuvo frente a la casa. Su nariz había parado de sangrar, y aprovechó el momento; con un golpe seco se la reacomodó. Gruño de dolor, y Evan se detuvo a verla. 
-¿Que sucede, Dumont?
Pero la chica era incapaz de hablar. Su cuerpo había comenzado con altas temperaturas hacía rato, y sus pulmones se habían llenado de humo. Trastabilló; Evan intentó que no cayera, sin embargo cuando su mano la tocó, lanzó un graznido de dolor. Carnes desgarrada, humeando, y derramando sangre. Alexa había comenzado a toser, y sus venas brillaban en la oscura noche. Intentó alejarse de aquel muchacho, pero estaba atrapada por algo maligno; mientras mas luchaba, el fuego consumía mas y mas su alma. Su cabello negro se tiñó de un naranja fosforescente, al igual que sus ojos. 
Evan no tenía palabras para describir lo que veía. Todas sus suposiciones eran nada comparado con esto. Abandonó sus antiguos pensamientos. Alexa era sumamente majestuosa y misteriosa. Tenía ganas de adorarla, y a la vez de estudiarla. De encerrarla en una caja de cristal y rezarle. La curiosidad actuaba como un analgésico para su mano, que aún seguía en carne viva.
Ambos entraron a la casa como pudieron. Con lo que restaba de su humanidad.
-Llama a Tori...- susurró Alexa, mientras se arrastraba por el suelo. Su visión se había nublado, pero sus otros sentidos la ayudaron a depositarle su celular en la mano sana de Evan. Sabía que lo próximo era desmayarse, tarde o temprano convulsionaría.
Aquel muchacho había entrado en un profundo silencio, provocado por la conmoción. Su cuerpo temblaba, y su transformación había comenzado. 
Alexa también había comenzado su transformación.
...

-¿Alguien puede decirme dónde esta Evan?...- gruñó Sammie mientras miraba escaleras arriba. Esperando que aquel muchacho llegara con Katarina, y poder cerrar la maldita puerta de una vez.
La manada necesitaba a Evan. Eran hermanos y hermanas. Todos debían estar allí. 
En las lunas llenas, el proceso de conversión, era doloroso. Huesos se quebraban, músculos intercambiaban de lugar, los tejidos enteramente se modificaban, y daban lugar a la figura del lobo. Era un símbolo que la manada estuviera junta durante estas transformaciones, demostraban que el dolor, aunque era insoportable, se compartía, te daba aliento para seguir. 
-Seguro esta con su nuevo juguete...- hablo un muchacho. Se llamaba Harvey Scott. Con Evan, se odiaban mutuamente. 
Aquellos jovencitos de la Manada Génesis, se encontraban bajo tierra. Acostumbraban a ocultarse en una cueva localizada cerca de donde vivían. Le habían hecho lo que denominaban las "Amigables Reformas", el lugar era como una cárcel en reducidas proporciones. El mismísimo tártaro. Las esposas colgaban del techo, habían cadenas por todos lados, collares de ahorque, todo tipo de herramientas torturadoras, pistolas taser. Habían construido su propia muerte. La luz era reducida, solo alumbraban tres antorchas. Cada uno se encerraba en una celda diferente, para no dañarse entre ellos. Había diez celdas, de las cuales eran utilizadas cinco. Cada una tenía algo característico de su dueño. Evan Grey, Harvey Scott, Max Oliveira, Julia Oliveira, y Sammie Ramos. Su alpha, Nate, nunca estaba. Y la encargada de ellos era su novia, Katarina Blood, que en estos momentos se encontraba en una divertida aventura tratando de encontrar a Evan. 
Sammie, había entrado en desesperación. Pero tuvo que cerrar la pesada puerta de piedra. Ahora se había vuelto oficial su miedo. Nada entraba, nada salía. Pero no podía seguir viviendo a costa de las decisiones de los demás. 
-¿Que crees que haces?- preguntó Julia, una niña de quince años, que tenía un enamoramiento furtivo por Evan. Quiso acercar a abrir la puerta, pero Sammie se colocó dando a entender que no dejaría que se abra por nada del mundo. 
-Lo que debo.- respondió.
-No puedes, simplemente no puedes dejar fuera a Kat o a Evan.- su hermano mayor, Max. El tenía un enamoramiento por la novia de su alpha. Los Oliveira estaban maldecidos. Pero a ninguno de los dos les interesaba si en algún momento repentino volvía su alpha. Prioridades, pensó Sammie.
La luz era muy precaria, pero aún así se veían las caras. Eso los tranquilizaba.
-Max ata a Julia. Yo ataré a Harvey. 
-¿Quien te ha hecho la Comandante?- preguntó Harvey, enojado. El muchacho y Sammie median lo mismo, pero el tenía un cabello lacio negro y unos ojos celestes congelantes, mientras que ella tenía su pelo rizado dorado atado en un moño, y unos ojos verdes penetrantes. Su contextura física era igual, de baja estatura y muy flacos. La muchacha gruñó, y unos aterradores colmillos hicieron que los tres se echaran hacia atrás. Max y Julia eran muy similares, altos y robustos, ojos y pelo color chocolate, piel de un gris difuminado, narices aguileñas. A todos causaban escalofríos. Julia, la más pequeña era la más charlatana, mientras que Max prefería que su hermanita se encargue de todo, mientras él observaba. 
-Yo soy el mayor.- habló Harvey entre dientes. Pero todos allí sabían que Sammie era la más apta para dar ordenes. Los hermanos lo tomaron de los hombros, y comenzaron a encadenarlo con cuidado, mientras él se revolvía, pegaba patadas, lanzaba manotazos al aire. Samantha suspiró en forma de agradecimiento, cerró sus ojos en busca de algún analgésico. 
Pero los gritos desgarradores comenzaron... y con gracia se tornaban en gruñidos; respiraciones agitadas buscando paz. 
Los cuerpos de los jóvenes comenzaban a mutar. Sus manos, brazos, piernas, eran lo primero en quebrarse. Aullidos de dolor hacían que, sus oídos pronto orejas, sangrasen. Luego, su columna vertebral, y su cuello, se transformaban en los de un animal salvaje. Grandes colmillos, orejas, hocico en lugar de nariz, un suave pelaje. El resultado eran enormes lobos, de todos los colores posibles, y ojos de un amarillo opaco. 
Se gruñían entre sí, algunos lloraban a la luna, otros solo aullaban. Pero nada salía, nada entraba.




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