Caelestis Ignis. Donde todo comenzó

CAPÍTULO 17

Hacía siglos los problemas del Mundo Oscuro no eran posibles de solucionarse. Víctor, Lilith, y Lican, hijos del Rey Alair, y de la Reina Génesis, eran muy propensos a discutir. En nada se ponían de acuerdo. Si alguno decía A, el otro decía Z, y uno decía M. Pero eso, históricamente sucedía con todos los hermanos, humanos, demonios, o ángeles. Nunca jamás se pondrían de acuerdo. Sin embargo, todo cambiaba cuando las peleas con tus hermanos ocasionaban guerras interminables; la muerte de muchos inocentes, por una simple rabieta, que terminó en una desgracia. El hermano lobo, había desaparecido del mapa. La hermana vampira vivía entre las alcantarillas de alguna metrópolis. Y el hermano brujo, se ocultaba en un edificio de mala muerte en un pueblo perdido del mapa.

Los causantes de una de las guerras más desastrosas se escondían, como cobardes de sus seguidores. Con miedo, desesperación.

—¿Cómo pudiste, Tori?— inquirió Evan, golpeando la mesa de vidrio con fuerza. Ésta amagó a quebrantarse. 

—Por todos los ángeles, Evan. No iba a darles información que no había logrado confirmar. 

—Eres el protector de Alexa. ¿Qué has estado haciendo? ¿Protegiéndola? NO.

—Ella ya no necesita de mi protección. Yo necesito más un antídoto rejuvenecedor que lo que Alexa necesita de mi protección.— se quejó.— Y yo soy inmortal.

—¡Ella sí necesita que la protejan!— vociferó, y el cristal de la mesa explotó tras un manotazo de Evan.

—Es tú turno de protegerla. Yo estoy haciendo otras cosas.— las manos de Tori, temblaban, a causa de la cantidad de drogas que consumía. Su aspecto, se encontraba igual que siempre. Aspecto joven, piel tersa, labios carnosos, pómulos alzados; sin embargo, sus ojos violetas se encontraban apagados. Sin su luz que lo caracterizaba siempre.

—¿Qué es lo que haces? ¿Te escondes como rata, y te drogas para soportar tu triste realidad?— le dijo, de manera sarcástica. 

—¡Vete, Evan!— lágrimas caían del rostro del brujo. La muerte de Charles era más dura que lo que pensaban. El joven se levantó; pisando los vidrios rotos se dirigió a la puerta. Antes de que se vaya, Víctor dijo unas palabras entre cortadas por el llanto.— Te otorgo el poder. Es tuyo el deber de cuidar a mi más grande tesoro.

El lobo cerró de un portazo, haciendo temblar todo.

Corrió hacia su auto; cuando entró, golpeó el volante enojado. Una y otra vez. Su respiración se confundía con sus gruñidos.

La opción de que una guerra se desarrolle en Hermandad era remota; también podría ser cierto que todos habían obviado tanto esa posibilidad, y estaba tan cerca de ellos como de cualquier otro. Era como cuando uno veía cómo las desgracias le sucedían a los demás, pero no era capaz de imaginarse que nadie estaba exento de que no le toque.

Se quedó un rato sentado en su auto. Mirando las desoladas calles de aquel pueblo desconocido. El pueblo del desgraciado que había provocado ésta guerra, y que no era capaz siquiera de salir a defender a su protegida. Hermandad era muy diferente a esa tristeza. El centro de Hermandad, estaba compuesto por tres rotondas, dónde allí se situaban los comercios más importantes. Hasta que se llegaba a la playa por medio del balneario más importante. Siempre estaba lleno de gente, de humanos. Caminando, comprando, vendiendo. Haciendo sus vidas. Yendo a trabajar, a su casa, a buscar a sus hijos al único colegio que había. Treinta mil personas lo habitaban, y a treinta mil personas se pondrían en riesgo por una estúpida guerra.

Manejó hacia casa, con mucha paciencia. Fue lento. Disfrutando. Del sol, que hacía días que no salía. Del paisaje. De los árboles. Su cabello, bajo la luz, se transformaba en un bellisimo color perla. Su cabello natural, era ese. Sus cejas, perfiladas con ese mismo color. Sus largas pestañas rubias, casi blancas. Sus ojos grises, dónde parecía que siempre se desataba una tormenta, pero él la contenía. Él era tan extraño, y tan perfecto a la vez que asustaba. Su manera de mirar, era fría. Y su manera de actuar, estaba calculada siempre. Su pálida piel tatuada por el fuego celestial de un negro profundo, resaltaba bajo esos atuendos negros que siempre utilizaba.

Al llegar, ya era la mañana de un nuevo día. Evan, buscó en lo más profundo de las alacenas de la cocina, buscando un trago. Alexa lo sorprendió, entrando a la cocina; vestida con unos jeans negros, y con una remera holgada que decía AC/DC.

—Pero si te dignaste a aparecer...— bromeó ella, buscando una caja de cereales en lo alto de una alacena. Y agarrando el yogur de la heladera. Se lo sirvió en un bowl, y se sentó frente a él en la mesa.— ¿No es un poco temprano para eso?— señaló con su cuchara el vaso de whisky, y la botella que tenía en la mano.

—No, no lo creo.— bebió de un tranco. Ella alzó sus cejas, en modo de sorpresa. 

—¿Está todo bien? Ayer fui a buscarte a tu habitación, y no estabas. Me preocupé.— ésta vez fue él, quién abrió grandes los ojos. 

—Por todos los ángeles.— se quejó.

—¿Que?

—Nada.— quiso tomar nuevamente, y Alexa extendió su mano. Se miraron a los ojos. Él dejó la botella, y acercó su mano. No se tocaban.

—Puedes decirme lo qué sea, ¿lo sabías no?

—Claro que sí.— sonaba despreocupado.— Obviamente... pff— bufó.— como si estuviese ocultando algo.— rió nerviosamente. Ella entrecerró sus ojos, y juntó sus cejas. Evan siempre actuaba raro, pero ésto era más que lo normal.

—Bien... ¿entrenamos?

—¿Por qué tendríamos que entrenar? Ni que estuviese viniendo una guerra a Hermandad. 

—Claro.— dijo ella, agarró su tazón, y se fue de allí lo más rápido que pudo. 

Evan respiró aliviado. Debía encontrar una manera de decírselo. 

 

Alexa salió a correr por el bosque; con sus auriculares, escuchaba rock a todo volumen. Mientras marcaba su ritmo, perdió consciencia de la hora. Y de la cantidad de kilómetros que había recorrido. Siempre le pasaba eso; su cabeza se perdía en un único pensamiento, seguir; y en todas las maneras que podría lograrlo.




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