Frankfurt, Alemania.
Octubre de 2005.
Una pequeña niña de siete años, con pelo castaño y largo juega debajo de los árboles detrás de una modesta casa semejante a una cabaña.
Mientras ella sostenía entre sus manos un pequeño avioncito de madera, moviéndolo a su alrededor como si volara, una mujer joven, de treinta y tantos, se asomó por una ventana y la observó con una sonrisa instantes antes de llamarla.
— Anna, adentro, ya es hora del té. — Le recordó.
— ¡Ya voy, Rai!
La mujer entonces volvió adentro a preparar la mesa, contenta con esa respuesta, mientras la pequeña niña recogía del suelo sus juguetes antes de seguirla. Los pequeños objetos se caían de los brazos de la pequeña, quien a duras penas logró llevar todas sus cosas adentro para dejarlas con cuidado al lado de la puerta de roble de la cocina. Corrió entonces hacia la mesa del comedor donde la mujer, Rai, servía a la pequeña una humeante taza de té. Ambas entonces se sentaron a la mesa, la pequeña con algo de dificultad, y la mujer procedió a servirse con una taza de café.
Sin más, hicieron lo mismo de cada tarde; charlaron sin parar, la pequeña relatándole todos los juegos y la diversión que había tenido debajo de los árboles toda la tarde, mientras la mayor la escuchaba atentamente y le preguntaba por detalles. Luego de un rato de charla sin sentido, ambas quedaron en silencio. La niña masticaba una galleta, y es entonces que cuestionó;
— Rai, ¿Por qué siempre tomas café? ¿No te gusta el té? — Preguntó.
— Me encanta el té. — Le respondió con convicción.
— ¿Y por qué siempre tomas café?
— Porque me gusta más el café que el té. — La pequeña se quedó pensando ante sus palabras, y la mujer le acercó la fuente con las galletas que habían hecho horas antes. — ¿Nunca probaste el café?
— No, ¿Es rico? — Cuestionó mordiendo una nueva galleta.
— Muy rico, ¿Querés probarlo? — La pequeña asintió, dudosa — Bueno, pero sólo un sorbo, y nada más. No se supone que vos tomes café, pero te dejaré probarlo. — la mujer le acercó con cuidado la humeante taza de café amargo a los labios.
La pequeña se inclinó sobre la mesa para alcanzar la taza que le era ofrecida, depositó su boca al borde de ésta y dio un pequeño sorbo confiado. Instantáneamente, la niña hizo una gran mueca y se alejó de la taza casi de un salto. — ¡Rai, dijiste que era rico! Es horrible. — Exclamó con inocencia, refregando su boca en busca de eliminar los rastros del desagradable sabor, la mujer rió y le acercó su galleta para que se sacase el mal sabor de la boca.
Desde ese día, la pequeña siempre odiaría el café.