Era un domingo por la tarde cuando fui a mi cafetería favorita, que para mi sorpresa, estaba cerrada. Me extrañé mucho, así que decidí investigar. Terrible fue la noticia de que era un cierre definitivo. Tal vez no tenía las mejores condiciones, pero servían un café al que le llamaban el especial de la casa, uno que solo yo pedía, de entre los últimos pocos que seguían yendo a ese lugar.
No sabría como describir el sabor de ese café, simplemente puedo describir la sensación que me provocaba. Era algo más allá de la energía que por lo regular te da un café, era capaz de lograr que una persona como yo soportara estar en ese horrible establecimiento con tal de probar tan deliciosa bebida. Si era un lunes en la mañana y tenía que aguantar un pesado día en el trabajo, si era domingo en la tarde y quería disfrutar de mi día libre, un solo sorbo era capaz de hacerlo placentero, uno solo y me podía animar hasta en el momento más difícil. No era solo un café, era mi pasión.
Pregunté en otras cafeterías si es que me podían servir el mismo que solían servirme. Pero, a pesar de lo mucho que me gustaba, no era capaz de describir exactamente lo que necesitaba. Hacían lo que podían, mas no eran capaces de replicar eso que estaba buscando. De los dueños no había rastro, no eran una opción. Todo apuntaba a que mi café estaba perdido.
Me resigné, quizá no era para tanto. Por más que no fuera el mismo, seguía siendo café. Compré café y seguí con mi camino. Hacía la misma rutina que siempre, pero con otro café. Al final, llegué a una conclusión: ese café no era lo mismo. Estaba claro que no era lo mismo, pero ese no era el único problema, ni siquiera era un buen café, no me sentía animado al probarlo, ni rebozaba de alegría al ir a cualquier lugar. Esos lunes se volvieron más pesados; esos domingos, aburridos.
Le pedí a un amigo que preparase uno, aún conservando la fe de disfrutarlo, pero en cuanto lo probé, recibí lo contrario. No tenía sabor, por lo menos, no sabía a café. El que yo tomaba era intenso, con presencia. Provocaba una fiesta en mi paladar. Adictivo como ningún otro. Era capaz de transportarme a otra realidad con solo estar a un lado de la taza. Agradecí por el café y me fui.
Me dirigí a un puesto en la plaza que era atendido por una anciana. Según muchísima gente, ella hacía el mejor café de la provincia, así que me aventuré, ella debía ser la solución. Sin embargo, el problema apareció cuando sentí lo amargo que era. A muchos les encanta el café amargo, pero no estoy entre esas personas. Yo bebía uno inusual, no era como el resto, pero a pesar de todo, era fascinante. Estaba fuera de lo común, fuera de lo que la mayoría cree que un café debe requerir. Era suave, sencillo. Era uno al que podías tomar con calma, contemplando el alrededor, sin que importe lo demás. Es como si el mismo tuviera ganas de entrar por su cuenta en tu boca. No tenía que esforzarme. Yo no era una persona tomando un café, era una persona y un café.
Fui a una pequeña tienda a pedir un vaso. No se demoró mucho para entregarlo. Pagué y me alejé. Creí que tal vez este me gustaría; lo que pasó era de esperarse. El resultado fue dulce en exceso, por lo menos para mis estándares. No soy fan de lo amargo, tampoco de algo tan dulce. Solía creer que le faltaba azúcar al que yo siempre tomaba, duro es pensar que estaba equivocado. A veces podía pensar que necesitaba más, pero tenía la cantidad justa, ni muy poca, ni demasiada. En retrospectiva, me doy cuenta de que ya era todo para mí.
Intenté buscar en Internet una receta, algo que me llevara a encontrar una respuesta. Y sin importar cuanto buscase, nada. Tomé la decisión de hacerlo yo. Debía saber como encontrarlo, pero fallé de manera miserable en cada intento. Algunos se acercaban, pero ni así lograba dar en el blanco. No era algo fácil de repetirse, no era solo un café, era un evento histórico al que nada se le igualará. Era un café perfecto, si lo tomaba, no tenía que forzar la sonrisa. Sabía con precisión cual era el punto entre lo dulce y lo amargo, tenía lo mejor de ambos mundos. Era una experiencia. Era capaz de hacerte sentir cálido, pero sin quemarte la piel. Con su aroma podía sanar cualquier enfermedad. Logró que ningún café se sintiera como tal desde entonces.
Me retiré del café, ya no es para mí. Nunca volveré a disfrutar de uno como lo hice con ese, eso me parece. Pero en el fondo de mi corazón todavía sigue viva una llama. Tal vez en algún rincón del mundo, en un tiempo lejano, pueda encontrar a alguien capaz de prepararlo, tan siquiera uno similar. Aunque no sepa como el anterior, debe existir alguien en el mundo que también sepa hacer un café tan perfecto.