La libertad no elimina el dolor
Alice Becher
El corazón me va a mil mientas Cicatriz conduce a mi lado. Él parece estar tranquilo, para nada alterado, a diferencia de mí.
Mi pecho se comprime y las ganas de llorar hacen que las lágrimas se agolpen en mis ojos pero aguanto la respiración para tratar de calmarme.
—Habla— la voz de Cicatriz se hace audible por primera vez en todo el trayecto en coche pero lo ignoro. Su voz no me ayuda a calmarme—. O no hables. Saca todo lo que tengas dentro. Desahógate.
Su orden me hace romper en llanto. Mis manos tiemblan, mi garganta duele y mis ojos se ciegan por las lágrimas.
Me duele el pecho, siento que llegaré a mi límite. Que moriré si no consigo calmarme.
Los latidos de mi corazón van a un ritmo que me preocupa.
—Qui-ero… creer que… todo está bien a-ahora pero… pero no pu-puedo— sollozo.
—¿Por qué no puedes, Alice?
—Porque… por-que… si ha pa-pasado lo que yo más temía… ¿Qué más… pue-de pasar?
Veo cómo Cicatriz aprieta el volante con fuerza, pero no dice nada y gira hacia la derecha en un cruce. Cuando miro por la ventana veo que el cruce es una de las entradas para entrar en Tarifa, el lugar al que él mismo me trajo cuando me enteré de la muerte de mi madre y esparcí sus cenizas.
El hecho de estar en el mismo lugar que las cenizas de mi madre me ayuda a calmarme y mi corazón comienza a latir con mayor control. Las lágrimas siguen saliendo, pero ya no huyen desesperadas por mis ojos y mis sollozos cesan.
Cicatriz aparca en los aparcamientos del antiguo hotel en el que nos quedamos y sale del coche.
Se dirige al hotel sin dirigirme la palabra ni mirarme siquiera así que salgo de coche y corro tras él.
Voy descalza pero no me importa, de todas formas el suelo del hotel es liso por lo que no me lastimo.
Cicatriz está en recepción y cuando para de hablar con la trabajadora, se gira para mirarme por un momento y hacerme una señal con la cabeza para que lo siga. Acabamos en la misma habitación de la otra vez, en la que dormí una borrachera junto a él.
Sin decir nada me dirijo a la ducha cerrando la puerta del baño y me termino de desahogar bajo la regadera. Al salir, me siento todo lo bien que podría estar y descubro que el ambiente está cargado, ya no hay lágrimas en mis ojos, no hay dolor. Solo siento la necesidad de sentirme querida.
Mi cuerpo se oculta tras una toalla pero Cicatriz no me mira. Es como si supiera lo que me ha ocurrido y no quisiera que siga sintiéndome violada aun estando libre y a salvo. Pero yo no me siento así con él.
Despacio me acerco a él. Está preparando la cama para dormir, de espaldas a mí.
Cuando llego a él extiendo una mano hacia su hombro y, siendo totalmente consciente de lo que estoy haciendo, llamarlo. Él se gira hacia mí y yo no me detengo. Lo beso.
Se me olvida todo, o más bien lo elimino de mi mente: que estoy casada, que Cicatriz comparte mi misma sangre, todos los abusos que he vivido los últimos días… ya nada está en mi mente, solo el hecho de que lo estoy besando y de que la toalla se está escurriendo por mi cuerpo pero que a mí no me importa y no voy a detenerla.
Cuando quedo desnuda él me atrae hasta él. Se ha demorado en continuar el beso porque estoy segura de que no se lo esperaba pero una vez me sigue, lo hace muy bien.
Sus manos bajan de mi cintura por mis caderas hasta mis muslos para elevarme y hacerme enrollar mis piernas en su cintura. Me acaricia la espalada mientras me besa con deseo real y yo me siento querida. Me siento amada y necesitada. No usada ni desechable.
Y es la sensación que necesitaba.
Justo lo que quería.