Cai Becher

Capítulo 61

Poemas que no riman

Yan

Me lavo la cara con agua fría y me miro por unos segundos en el sucio espejo ante mí.

«Sucia. Estás sucia»

Nací sucia...

Mis ojos se ven cansados.

«Estás cansada»

Lo estoy.

Abro el grifo de nuevo y lo miro el agua caer. No debería hacer esto, el agua es cara y la pago con mi cuerpo.

Vuelvo a elevar la mirada al espejo. Mi escote deja ver mi cuello, mi clavícula... están marcadas por el diablo, es el recordatorio de mi entrada voluntaria al infierno, recordándome que la puerta se abre en una sola dirección, que solo tiene un pomo y es para entrar.

Estoy atrapada entre la muerte y un destino peor que la muerte.

Meto la mano en mi sujetador y saco una bolsita de plástico transparente, es pequeña, se esconde bien en mi mano.

A veces pienso que si lo guardo en bolsitas pequeñas, el daño será menor. Pero el daño es el mismo, me duele la nariz y ahora me sangra con facilidad.

Solía tomar pastillas, pero no era suficiente.

«Tampoco los polvos lo son»

El éxtasis no me evade como me gustaría, la cocaína, no obstante, hace que huya con mayor facilidad, de forma más efectiva, más duradera y... más letal.

Se me atora la culpa en la garganta y me guardo la bolsita de nuevo en el sujetador.

No hoy, no ahora, puedo soportar esto.

«No, no puedes»

Siempre lo he hecho, lo seguiré haciendo.

Cierro el grifo y salgo del baño, disimuladamente, llego a la puerta principal y salgo de casa, el sol está cayendo, la noche pronto los envolverá en sexo fácil y mal pagado.

Casi estamos en invierno y el fresco aire nocturno me atrapa poniéndome la piel de gallina. Se me endurecen los pezones por el frío y me duele con el tacto del sujetador.

Camino en silencio, con las manos en los bolsillos y la mirada alta.

La mirada siempre debe estar alta. Tu dolor es solo tuyo y de nadie más, no debes dañar ni dejar que te dañen con él.

Llego sin problemas en menos de diez minutos y el olor a alcohol y sábanas sucias me envuelve.

Hogar dulce hogar...

—Buenas noches, Yan— el portero me sonríe.

—Buenas, Di— lo saludo con gentileza.

Porque seré puta pero siempre una dama y, aunque haya pocos que lo sepan, algunos, como Diego, lo saben y me tratan como una persona.

Llego al recibidor y me encuentro con el capullo segundo del lugar: la mano derecha de mi jefe.

—Llegas tarde— reprocha.

Miro mi reloj y niego con la cabeza.

—No, llego cinco minutos antes.

—Bueno pues a partir de ahora quiero que llegues diez minutos antes— se planta frente a mí y me obliga a doblar el cuello.

No es muy alto, pero yo lo soy menos.

—Andrés, te recuerdo que tengo instituto hasta las tres, debo comer, estudiar...

—Me importa una mierda tu vida, Yan. Quince minutos antes.

Bajo los ojos por un momento antes de elevar la mirada mucho más decidida que antes. Ladeo la cabeza con cuquería.

—De acuerdo— cedo, él asiente como si hubiese ganado algo, orgulloso de sí mismo—. Saldré veinte minutos antes. Hasta luego.

Lo rodeo y comienzo a subir por las escaleras camino a mi puesto de presentación.

Me cogen por detrás y me hace subir las escaleras con mayor rapidez hasta llegar a una habitación reservada para personal.

Aquí es donde nos violan nuestros propios jefes.

Me gira y me estampa contra una pared.

Los ojos verdes de Andrés me hacen tragas saliva, es un hombre joven, bien dotado físicamente en todo menos en la altura. Y es un proxeneta, un violador.

Me agarra del cuello con la suficiente fuera como para que no pueda tragar.

—No sé quién coño te crees que eres— escupe a centímetros de mi boca. Los ojos desorbitados en rabia.

Soy la favorita del jefe, no puede matarme, ya se metió en problemas cuando me rompió una muñeca hace meses, ya la tango bien, pero a mi jefe le preocupaba que no pudiese hacer bien las pajas después de eso.

No puede hacerme nada visible.

No puede.

«Sí puede, y lo hará»

No hablo, no podría aunque lo intentara, su agarre me hace ver borroso, no puedo hablar, casi no puedo respirar.

Pero, sorprendentemente, me suelta.

—Sé buena y ven conmigo— ordena en tono calmado.

Me toco el cuello con cuidado mientras respiro con pesadez y lo sigo fuera de la habitación, obedezco como una buena puta, obedezco como si estuviese atrapada en un mundo de depredadores, obedezco como si no tuviese miedo de lo que está por pasar.

Subimos al último piso, en el que están su despacho y el del jefe.

Abre su puerta y me sonríe esperando a que pase, pero no me queda otra que aceptar así que lo hago.

—Ya sabes qué hacer— murmura cerrando la puerta.

Me tiemblan los brazos de pronto. Odio este castigo, lo odio, lo odio...

Me odio a mí al permitirlo.

Andrés es un pervertido perverso, un violador, alguien a quien le gusta ver lágrimas de dolor mientras folla. Alguien que no se corre si no le suplicamos que se acabe.

Un enfermo.

Y sus castigos son el doble de horribles.

Justo lo que me hace por, aproximadamente, dos horas.

Es un tiempo excesivo y salgo del despacho con cortes, magulladuras y lágrimas.

Muchas lágrimas.

Corro a la habitación en la que trabajo y me derrumbo en el suelo, manchándolo con los cortes que tengo en las piernas.

Se ha quedado mi cocaína, pero aquí tengo más.

Me arrastro hasta la cama y me meto debajo para coger una caja del tamaño de mi mano que está al final del todo, en una esquina.

Salgo de bajo la cama con la caja pegada a mi pecho, la abro consiguiendo ver tres bolsitas como la que tenía antes, llenas hasta la bola de cocaína.



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En el texto hay: secuestro, sufrimiento, mafia

Editado: 14.11.2022

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