Caida de los reinos

Capitulo 2

                                                Paelsia
 


 

Jonas se desplomó y contempló espantado la empuñadura enjoyada que sobresalía
de la garganta de su hermano, quien intentaba quitársela sin conseguirlo. Temblando,
Jonas la agarró y tiró con fuerza; le costó bastante sacarla. Apretó la herida con las
dos manos y la sangre tibia y roja corrió entre sus dedos.
—¡Tomas, no! ¡Por favor, no! —gritó Felicia a su espalda.
Los ojos de Tomas se apagaban; la vida se le escapaba latido a latido. Jonas no
podía pensar con claridad. Era como si el momento de la muerte de su hermano se
hubiera congelado en el tiempo.
Una boda. Aquel día había una boda. Era la boda de Felicia. Había decidido
casarse con un amigo suyo, Paulo, al que se lo habían hecho pasar un poco mal; le
habían gastado un montón de bromas cuando Felicia y él anunciaron su compromiso
hacía un mes, antes de acogerle en su familia con los brazos abiertos.
Habían preparado una gran fiesta, algo que aquella pobre aldea no volvería a ver
en mucho tiempo. Comida, bebida… y un montón de chicas guapas, amigas de
Felicia, para que los hermanos Agallon se olvidaran de sus problemas cotidianos y de
las dificultades de vivir en una tierra agonizante como Paelsia. Tomas y Jonas eran
uña y carne, dos compañeros inseparables que siempre conseguían lo que se
proponían.
Hasta ahora.
Enloquecido por el pánico, Jonas recorrió la multitud con la mirada en busca de
ayuda.
—¿Alguien puede hacer algo? ¿Hay algún curandero por aquí?
Tenía las manos pringosas de sangre. Su hermano se retorció y emitió un desagradable gorgoteo. La sangre le salía a borbotones por la boca.
—No lo entiendo —murmuró con la voz rota, y Felicia le apretó el brazo entre
gemidos de dolor—. Todo ha sido tan rápido… ¿Por qué? ¿Por qué ha tenido que
pasar esto?
Su padre estaba al lado, impotente, con el rostro desconsolado pero estoico.
—Es el destino, hijo.
—¿El destino? —escupió Jonas, ciego de ira—. ¡Esto no es el destino! ¡No es
esto lo que tenía que pasar! Esto… esto lo hizo un maldito noble auranio que cree que
valemos menos que el barro de sus zapatos.
Paelsia agonizaba desde hacía generaciones. La tierra se agotaba poco a poco
mientras sus vecinos disfrutaban de lujos y excesos, se negaban a ayudarlos y les
impedían cazar en sus bosques, a pesar de que eran responsables de que Paelsia
careciera de recursos para alimentar a su pueblo. Aquel había sido el invierno más
duro de su historia; los días eran tolerables, pero por las noches helaba y el viento
gélido se colaba por las finas paredes de las casas.
Docenas de personas habían muerto de hambre o congeladas en sus cabañas.
Nadie moría de hambre o frío en Auranos, y aquella injusticia siempre había
sacado de quicio a Jonas y Tomas. Odiaban a los auranios, especialmente a los
nobles. Sin embargo, hasta aquel momento su odio era algo vago e inconcreto, una
aversión general hacia personas que no conocían.
Ahora su odio tenía un objetivo. Ahora tenía nombre.
Se quedó mirando el rostro de su hermano mayor. La sangre cubría la piel atezada
y los labios de Tomas. A Jonas le escocían los ojos, pero contuvo las lágrimas; Tomas
no podía verlo llorar. Siempre le decía que lo más importante era ser fuerte. Aunque
solo se llevaban cuatro años, se había ocupado de él desde la muerte de su madre,
hacía ya diez inviernos.
Tomas le había enseñado todo lo que sabía: cómo cazar, cómo soltar juramentos,
cómo comportarse con las chicas… Los dos se habían hecho cargo de la familia.
Habían robado, habían cazado como furtivos, habían hecho todo lo necesario para
sobrevivir mientras el resto del pueblo se consumía en la miseria.
«Si quieres algo debes cogerlo, porque nadie te lo va a regalar», le decía siempre.
«Recuérdalo, hermanito».
Jonas lo recordaba. Jamás lo olvidaría.
Tomas había dejado de retorcerse. De su garganta ya no manaba la sangre.
En sus ojos inmóviles había algo que iba más allá del dolor. Era indignación.
Y no solo por la injusticia de haber muerto a manos de un traicionero noble
auranio. No: también era rabia por haber tenido que luchar cada día para comer, para
respirar, para sobrevivir. ¿Y quiénes eran los culpables?
Hacía medio siglo, el caudillo de Paelsia había visitado a los soberanos de Limeros y de Auranos, en las fronteras norte y sur, para pedirles ayuda. El monarca
de Limeros se negó, argumentando que no tenía suficiente para alimentar a su propio
pueblo después de la guerra contra Auranos. Los prósperos auranios, en cambio,
llegaron al acuerdo de pagar a los paelsianos para que plantaran viñedos en todas las
tierras fértiles de su país. Aquellos campos se podrían haber empleado para cultivar
cereales con los que alimentar a la gente y al ganado, pero los paelsianos aceptaron
exportar su vino a precios ventajosos e importar el cereal auranio que necesitaban.
Aquello beneficiaría a los dos países, afirmó el rey de Auranos, y el ingenuo caudillo
de Paelsia cerró el trato.
Sin embargo, aquel tratado tenía un límite temporal: al cabo de cinco décadas, los
precios fijados para el comercio entre ambos países expirarían. Los cincuenta años
acababan de cumplirse, y ahora los paelsianos no podían permitirse importar
alimentos: el precio del vino había caído en picado, ya que Auranos —el único
cliente que tenían— establecía unas tarifas cada vez más miserables. Paelsia carecía
de embarcaciones con las que exportar su vino a otros reinos, y los austeros
limerianos del norte eran devotos de una diosa que no veía con buenos ojos la
embriaguez. La tierra de Paelsia agonizaba lentamente, como llevaba haciendo
décadas, y los paelsianos no podían hacer más que verla morir.
Jonas escuchó los sollozos de su hermana. Aquel tendría que haber sido un día
feliz.
—Lucha —susurró Jonas—. Lucha, Tomas. Lucha por mí. Lucha para vivir.
No, pareció decir el brillo que se extinguía en sus ojos. No podía hablar; la daga
aurania le había atravesado la laringe. Lucha tú; lucha por Paelsia, por todos
nosotros. No permitas que acabe todo. No dejes que triunfen.
A pesar de sus esfuerzos, Jonas ya no podía contener el llanto que crecía en su
pecho.
Lanzó un gemido roto, un sollozo que le resultaba desconocido. Y la rabia, oscura
e infinita como un pozo sin fondo, colmó rápidamente el vacío que había abierto el
dolor.
Lord Aron Lagaris pagaría por aquello.
Y también aquella chica rubia, la princesa Cleiona, que había contemplado cómo
su amigo mataba a Tomas con una mueca irónica en su precioso rostro.
—Juro que te vengaré, Tomas —masculló—. Esto es solo el principio.
Se tensó cuando su padre le tocó el hombro.
—Se ha ido, hijo.
Jonas retiró finalmente las manos temblorosas y ensangrentadas de la garganta de
su hermano. Le había hecho una promesa a un muerto; el espíritu ya había
abandonado aquel cuerpo. No quedaba más que la cáscara de Tomas.
Elevó la vista al cielo despejado y dejó que un áspero grito de dolor escapara de Limeros y de Auranos, en las fronteras norte y sur, para pedirles ayuda. El monarca
de Limeros se negó, argumentando que no tenía suficiente para alimentar a su propio
pueblo después de la guerra contra Auranos. Los prósperos auranios, en cambio,
llegaron al acuerdo de pagar a los paelsianos para que plantaran viñedos en todas las
tierras fértiles de su país. Aquellos campos se podrían haber empleado para cultivar
cereales con los que alimentar a la gente y al ganado, pero los paelsianos aceptaron
exportar su vino a precios ventajosos e importar el cereal auranio que necesitaban.
Aquello beneficiaría a los dos países, afirmó el rey de Auranos, y el ingenuo caudillo
de Paelsia cerró el trato.
Sin embargo, aquel tratado tenía un límite temporal: al cabo de cinco décadas, los
precios fijados para el comercio entre ambos países expirarían. Los cincuenta años
acababan de cumplirse, y ahora los paelsianos no podían permitirse importar
alimentos: el precio del vino había caído en picado, ya que Auranos —el único
cliente que tenían— establecía unas tarifas cada vez más miserables. Paelsia carecía
de embarcaciones con las que exportar su vino a otros reinos, y los austeros
limerianos del norte eran devotos de una diosa que no veía con buenos ojos la
embriaguez. La tierra de Paelsia agonizaba lentamente, como llevaba haciendo
décadas, y los paelsianos no podían hacer más que verla morir.
Jonas escuchó los sollozos de su hermana. Aquel tendría que haber sido un día
feliz.
—Lucha —susurró Jonas—. Lucha, Tomas. Lucha por mí. Lucha para vivir.
No, pareció decir el brillo que se extinguía en sus ojos. No podía hablar; la daga
aurania le había atravesado la laringe. Lucha tú; lucha por Paelsia, por todos
nosotros. No permitas que acabe todo. No dejes que triunfen.
A pesar de sus esfuerzos, Jonas ya no podía contener el llanto que crecía en su
pecho.
Lanzó un gemido roto, un sollozo que le resultaba desconocido. Y la rabia, oscura
e infinita como un pozo sin fondo, colmó rápidamente el vacío que había abierto el
dolor.
Lord Aron Lagaris pagaría por aquello.
Y también aquella chica rubia, la princesa Cleiona, que había contemplado cómo
su amigo mataba a Tomas con una mueca irónica en su precioso rostro.
—Juro que te vengaré, Tomas —masculló—. Esto es solo el principio.
Se tensó cuando su padre le tocó el hombro.
—Se ha ido, hijo.
Jonas retiró finalmente las manos temblorosas y ensangrentadas de la garganta de
su hermano. Le había hecho una promesa a un muerto; el espíritu ya había
abandonado aquel cuerpo. No quedaba más que la cáscara de Tomas.
Elevó la vista al cielo despejado y dejó que un áspero grito de dolor escapara de su garganta. Un halcón dorado que estaba posado en el puesto de su padre levantó el 
vuelo.
 



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En el texto hay: fantasia, romance, aventura

Editado: 02.05.2020

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