Caín y Abel

Capítulo 01

La vida es un ciclo que se compone de momentos efímeros, dulces y agrios. En lo particular me hubiese gustado experimentar más los primeros. De estos, mi memoria guarda muy pocos.

No sé cuánto tiempo pasó para que volviera a encontrarme y que aquellos recuerdos que alguna vez atormentaron mi ser, desaparecieran como las piedras que son arrojadas al mar. Pero lo que sí sé, es que al menos no todo fue sombrío, tuve la fortuna de conocer personas que fueron mi sostén en los días en que me sentí a la deriva. 

Si me preguntasen sobre momentos memorables en mi vida, sin duda, haría un recuento de los sucesos que ocurrieron en mi infancia temprana, para ser más exacto, cuando tenía entre cinco y seis años. En aquel entonces, mis días podían definirse como «perfectos». Mis padres todo me lo daban, todo lo tenía… Era el más afortunado. Bien dicen que uno no valora las cosas que tiene hasta que estas, se le son arrebatadas de un día para otro. 

Fue entonces que, a los siete años lo conocí.  Y también, cuando sin saberlo, todo lo que creía saber y tener, hubo de desmoronarse hasta obligarme a ser y estar, hasta donde ahora. 

Él y su familia eran los nuevos en el fraccionamiento, los Roldán, personas que decían venir del sur del estado. Y como todas las demás familias, nosotros habíamos preparado un pequeño presente para darles la bienvenida y ponernos a su disposición en lo que hacían por adaptarse. 

Salté en mi cama en cuanto me enteré que uno de los vecinos era tan solo dos años mayor que yo, eso significaba una cosa: cabía la posibilidad de hacerme de un nuevo amigo. Por lo regular, los otros niños rondaban por edades en las que ya no les interesaba mucho jugar, preferían pasársela metidos en otras cosas que prestarle atención a las que a esa edad eran motivo de mi entusiasmo como los balones y las bicicletas. Por esa razón, me había resignado a jugar a las afueras de mi casa y en su lugar, me vi en la necesidad de dedicarme a cumplir con las tareas escolares, dibujar, pintar y ver las mismas caricaturas una y otra vez. Pero todo apuntaba que las cosas podrían ser diferentes. 

—Puede que tengas dos amiguitos nuevos —mamá dijo en lo que terminaba de acomodarme mi suéter menos favorito. Sonrió y acarició mi mejilla. 

—¿Dos? —Mis ojos brillaron y dije, gustoso, mientras ella terminaba de explicarse. 

—Sí, de hecho tiene una hermanita menor que tú. —Pellizcó mi nariz. 

De pronto, mi sonrisa cayó y lo siguiente que hice fue formar una mueca. Mamá ladeó la cabeza en señal de duda y yo me apresuré a negar. Quizá me estaba adelantando y esa niña no era como las que solían molestarme en la escuela. 

—¿Qué pasa? 

—Nada. —Sonreí y le pedí esperarme hasta encontrar un buen juguete para impresionar a los vecinos y jugar con ellos. 

—Bueno, está bien. En cinco minutos nos vamos, no tardes. —Mamá besó mi frente antes de salir del cuarto. 

Papá y mamá hablaban entre ellos sobre si una caja de galletas de mantequilla había sido lo mejor que se les había ocurrido para dar como obsequio de bienvenida. Mi papá decía que un pastel hubiese resultado mejor, pero mamá sostenía que su elección era buena y ya lo vería. Yo solo deseaba que los señores Roldán fueran amables y nos invitaran a comer esas galletas con ellos que olían tan rico y que por cierto, eran mis preferidas, cuando una niña abrió la puerta y se quedó viéndonos por largo rato hasta que la cerró, asustada. Pasados unos segundos, un hombre de gesto amable nos saludó agradecido por la visita. Pasó a la otra mano la toalla con la que secaba sus manos y saludó a mis mayores con un corto apretón de manos, a mí me dedicó una sonrisa. 

—Ay, muchísimas gracias, no se hubieran molestado. Disculpen a Susana, no sabíamos que tendríamos visitas —dijo, ya con la caja en sus manos. Terminó de abrir por completo la puerta y nos invitó a pasar—. Por favor, adelante. Ahora baja mi esposa. ¡Ana! Tenemos visitas. —Y cerró la puerta con el pie. 

Tomamos asiento mientras le pedía a la niña de hace un rato que fuera a por su hermano para que viniera a saludarnos. Todo eso en lo que hacía por abrir la caja de galletas. 

—¿Gustan una? 

—Eh, no, no. No se preocupe, así estamos bien —contestó mamá. 

—Pero yo sí quiero. 

—Abel… —Mamá detuvo mi intención de querer aceptar la cordialidad del señor con solo el modo de decir mi nombre. 

—Ay, no sea así, deje que agarre las que quiera. —El hombre me miró. 

—No, cómo cree. Que pena, si las trajimos para ustedes.

—No, de veras, no pasa nada. Anda, hijo, toma las que quieras. 

Entonces lo hice. 

Como su esposa y su otro hijo tardaban en bajar, el señor Mauro se disculpó y se encargó él mismo de ver el porqué de su demora. En eso, mi papá no dejó pasar la oportunidad para comentar a mamá sobre las lindas decoraciones que rodeaban la casa y que iban desde llamativos cuadros hasta finos floreros y lámparas. De pronto, papá empezó a reír por algo que mamá le había dicho al oído, cuando unos pasos provenientes de la escalera, hicieron que mis padres se pusieran en pie. 

Por mi parte, empecé a balancear mis pies mientras movía mi cuerpo de un lado a otro. Incluso con mi edad, pude percatarme que entre más bajaba aquella mujer, el buen humor de mi papá desaparecía.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.