Caín y Abel

Capítulo 02


 

Capítulo 02

—Entonces vendré por ustedes a la una, ¿estamos? —repitió Liliana, mi madre por tercera o cuarta vez de lo que llevaba en la mañana, había perdido la cuenta. Se quitó el cinturón de seguridad para volverse con más libertad y se acercó a darnos un sonoro beso a mi hermana y a mí en la frente. 

Hice una mueca cuando noté que había dejado impregnado labial rosa bastante cerca de mis mechones alborotados y a consecuencia de esto, se encogió de hombros y me sonrió. Bufé y tomé mis cosas, dispuesto a salir del coche. Pero hubo de detenernos para recordarnos los mismos consejos que nos daba siempre que empezábamos el curso en una nueva escuela, mientras no perdía cuidado de los niños que cruzaban las puertas de la escuela sin olvidar despedirse de sus madres, padres, hermanos, tíos o abuelos, qué sé yo. Odiaba cuando nos decía lo mismo una y otra vez, era de lo más tedioso, incluso ya para mi hermana, Susana, quien pese a ser la más paciente de los dos, revelaba en el rápido movimiento de su pierna derecha, su impaciencia por salir disparada al edificio que lucía imponente por su fachada de época colonial. 

—Y no olviden juntarse para cuando sea la hora del recreo. Cualquier cosa peligrosa que pase, por favor, háganselo saber a sus maestros, ¿estamos? 

—Sí, mami, ya sabemos —contestó Susana, intentando lucir todo menos desesperada. 

—¿Y a ti? ¿Te quedó claro, Caín? 

Salí de mi pequeño trance cuando sentí su mirada, dudosa, a la espera de una respuesta. Desde siempre, mi madre tendió a preocuparse, quizás, en exceso por nosotros. Resultaba tanta su preocupación que en un sinfín de ocasiones, mi hermana y yo llegamos a sentirnos agobiados. Aunque no podía culparla, era nuestra tercera vez en los últimos meses en que nos mudamos debido al trabajo de mi padre. Ese, fue un aspecto que siempre deteste hasta que al fin logramos establecernos en un sitio, pues a sabiendas de la poca habilidad que tenía para hacer amigos, el hecho de abandonar una casa a la que le había tomado cariño, empeoraba mis evidentes nulas habilidades para hablar con la gente. 

—Sí… —dije al fin. 

—Bueno, ya nos vamos, mami, o si no se nos hará tarde. Vamos hermano. —Susana me tomó de la mano y me llevó con ella al punto de irnos alejándonos de nuestra madre, a quien imaginé despidiéndose de nosotros hasta que las puertas de la escuela cerraron. 

La actitud entusiasta de mi hermana por iniciar en una escuela como esa —en la que además de cursar las materias regulares, también podíamos inscribirnos a clases extracurriculares ligadas al arte—, de cierta forma, logró tranquilizarme. La miré. Admiraba el don único que hacía de Susana, una persona en la cual confiar. Siempre tenía las palabras adecuadas. 

—Ey, Caín, no estés nervioso. Verás que todo saldrá bien. —Sonreí apenas apretó mi mano, misma que estaba fría gracias al ligero sudor que me había atrapado—. Yo ya me voy a mi salón. ¿Sí sabes cómo llegar al tuyo, verdad? 

Asentí. 

—Bueno, pues… nos vemos en el recreo. —Susana sujetó mejor las correas de su mochila y empezó a andar, con las coletas de su peinando moviéndose con cada paso que daba. Cuando estuve apunto de marcharme, dijo por última vez—: Y Caín, no tengas miedo a ser tú mismo. 

Que me dijera eso, me permitió llenarme con un poco de su confianza. 

Cuando llegué al salón, ya había niños, muchos fuera de sus lugares platicando unos con los otros, compartiendo las tareas o hablando sobre cómo se la habían pasado el fin de semana. Nadie pareció percatarse que tenían a un nuevo compañero y qué mejor para mí, así no tendría que enfrentarme tan pronto al mismo tipo de cuestionamientos. Tomé asiento en la primera banca vacía que encontré y me dispuse a sacar mis materiales para la clase. Según había visto en el horario, lo primero que tocaría era Historia. El profesor, un muchacho joven, llegó con dificultades para sostener una de las carpetas que sostenía en mano y se disculpó con todos por la tardanza. Como nadie se tomó la molestia de ayudarle con sus cosas, entonces creí que no estaría mal si lo hacía yo. 

—Gracias —me dijo. Y luego, antes de que volviera a mi sitio, continuó—: Oye, espera, ¿tú no eres el chico nuevo del que me comentaron? Aaaah, ¿cómo me dijeron que te llamabas? —Tocó su frente como si de esta manera le fuese más sencillo recordarlo, como no pudo, al fin se lo dije:

—Caín. 

—Aaah, sí, Caín. Ven, vamos a presentarte a tus compañeros. 

Con solo escuchar eso, el sudor y los nervios volvieron a acorralarme. Me esforcé mucho en respirar con normalidad y apenas pude, di una pequeña sonrisa para ocultar el infierno que significaba para mí, enfrentarme a un grupo mayor de diez personas. De tanto en tanto, mientras hablaba, el profesor se mantuvo regañando a unos cuantos por hablar y no ponerme atención. No fue necesario tener un espejo a la vista para ver el rojo en mis mejillas. Las miradas de fastidio y burla que recibía cada vez que hablaba, me hicieron sentir incómodo en su máxima expresión y deseé escapar de ahí. Cuando me ponía nervioso olvidaba lo que tenía qué decir, sumándole el hecho de que también empezaba a marearme. 

—¿Te encuentras bien, Caín? Estás pálido.  

—Eh, sí, sí. —Era obvio que no me creía—. ¿Puedo ir al baño? No tardo. 

—Sí, claro. 




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