Me encontraba sobre mi cama, contemplando el techo. Afuera hacía una lluvia torrencial que amenazaba con crear inundaciones en las calles. En los últimos días, las noticias registraban pérdidas materiales en diversos estados del país, sobre todo, en el que antes vivíamos mi familia y yo. Bajé de la cama con la intención de abrir un poco la ventana, pues esta, comenzaba a empañarse. Cerré los ojos y dejé que la brisa entrara, cuando un fuerte estruendo me hizo saltar y retroceder: un rayo que cayó a pocos metros de mí. De pronto, el agua había comenzado a infiltrarse y no me quedó de otra que cerrar la ventana de nuevo. Sin embargo, permanecí ahí, viendo a través del vidrio la manera en que las gotas chocaban para después desvanecerse. Ver el comportamiento del agua y saber cuán violento podía ser, me hizo recordar a Abel, llorando. Días antes, me había contado lo que pasaba en su casa y la discusión que presenció de sus padres. Mientras hablaba, no dejaba de temblar bajo mi abrazo. Me daba pena que estuviera pasando por algo así y me sentí peor porque no supe darle palabras de aliento. Tan solo era un niño como él y tampoco lo entendía, por más que intenté darle vueltas al asunto las siguientes noches a aquello que había escuchado de sus padres, no encontré una respuesta coherente. Quizá, si se lo contaba a los míos, sabrían llegar a las palabras adecuadas, aquellas que Abel necesitaba para hacer de su dolor uno soportable, pero no… No lo haría. No rompería mi promesa de guardar su secreto. Si al menos no era capaz de aconsejar como era debido, sería el hombro que necesitaba para apoyarse siempre que quisiera.
Otro día, mi padre había tenido la idea de preparar empanadas, las mismas que a Susana y a mí nos gustaban tanto. Pasaban en la televisión un partido importante de béisbol y como buena fan que era, mi madre apoyaba a su equipo favorito. Mi padre, que no sabía nada de ese deporte como Susana y yo, escuchaba atento a todo lo que la mujer a mi lado le decía. Fue así que al final, los tres logramos entender cómo funcionaba el partido al punto que terminamos disfrutando del juego, aún cuando nuestro equipo favorito perdió.
—No puede ser, estaban a nada —dijo mi madre, bastante decaída. Se pasó una mano por el pelo y suspiró—. Ya no tiene sentido ver la final.
—Vamos, mamá, no te desanimes —Susana se hizo un espacio a su lado—. Seguro que para la otra ganan.
—Ay, Susi… y tanto que estaba esperando este partido. ¡Estuvieron a nada de estar en la final después de diez años! —Echó la cabeza para atrás y se lamentó.
Mi padre negó con la cabeza, con una sonrisa en la cara antes de ponerse en pie e ir a la cocina. Lo acompañé para dejar los platos sucios sobre el fregadero y aproveché para lavarme las manos. Solía ser muy torpe a la hora de comer, siempre pasaba algo que terminaba ensuciándome de más.
Íbamos de regreso a la sala, cuando alguien empezó a tocar el timbre de la puerta incontables veces. De inmediato, mamá se apresuró a abrir y lo que vimos al otro lado, fue impactante. Tan impactante que Susana soltó un grito, mientras yo, me refugié tras mi padre.
La señora Evelina, nos miraba con un solo ojo, pues el otro, lo tenía cerrado debido a la mancha morada que tenía. Presentaba heridas en los brazos y las piernas y por si fuera poco, tenía el labio partido, con un líquido rojizo cayendo de él.
—Lili… ana… Ayúdame por favor… —Fue lo único que dijo antes de caer sobre sus rodillas. Abel iba a su lado, sosteniéndose de su vestido y llorando sin control.
—¡Ca-Caín! ¡Susana! Lleven a Abel arriba y espérenme ahí —dijo mi madre, ayudando a la señora Evelina a entrar a la casa—. ¡Mauro, el botiquín! Necesitamos curar sus heridas.
No sé qué más ocurrió porque mi hermana y yo atendimos a lo que nos había pedido. A Susana no le dio tiempo siquiera preguntar a Abel qué es lo que había pasado porque apenas pudo, mi amigo se echó a mis brazos. No estaba como la vez anterior, estaba peor. Mientras nuestros padres hablaban en la sala, pensé que lo mejor era si Abel se quedaba en mi cuarto para tranquilizarse. Susana tuvo la idea de ir por más empanadas para él, ya que supuso que por el susto, tendría hambre. Pero sus intenciones no fueron bien recibidas, Abel no quiso comer y en su lugar, se recostó sobre la cama. De todas formas, no hubiera dejado que las comiera, pues una vez, mi madre nos había dicho que no era bueno comer de inmediato si se acababa de pasar por una fuerte impresión.
—Abel, tu mamá ya está mejor —le dijo Susana rato después—. Pero creo que mis papás quieren llevarla al doctor para que la termine de curar. ¿Y tú papá, Abel? ¿Sabe de esto?
Abel no pronunció palabra alguna y en su lugar, cerró los ojos.
—Susana, no lo molestes. Dejemos que descanse, se ve muy mal.
Ella asintió. Juntos salimos del cuarto y regresamos a la sala. Ahí, mi padre nos preguntó cómo estaba y le dijimos que se había quedado dormido. La madre de Abel aún hablaba con la mía sobre algo que nuestro padre no nos permitió escuchar, pues nos pidió que lo acompañáramos a la cocina. Ahora, la casa se había envuelto en un silencio al que muy poco estábamos acostumbrados. Más aún porque se debía a un silencio diferente, uno en el que la preocupación supo sobreponerse.
—Mauro, ¿puedes venir? —pidió mi madre desde la sala, a lo que rápido él atendió. Fue así que vi en ello, la oportunidad perfecta para escuchar lo que tenían que decir.
—Gracias, no sé cómo agradecerles —dijo la madre de Abel, en un hilo de voz apenas audible—. No sé qué voy a hacer. Me preocupa mi hijo, él está bien, ¿verdad?
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Editado: 10.11.2024