En un abrir y cerrar de ojos, habían llegado las vacaciones escolares. Lo que para unos podría significar una buena temporada, para otros no era más que una tortura. En mi caso, la segunda opción definió mis días en casa. Como era de esperarse, las vacaciones que alguna vez planeamos se vieron sustituidas por días terribles. Luego de aquel día, en el que los Roldán nos acogieron en su casa, mamá y yo nos esperábamos lo peor; que aún recuerdo cómo es que papá cerró la puerta una vez entramos a casa. Sus ojos chispeaban, su respiración para nada estable, delataba al igual que sus puños tensos, lo poco que le había agradado que ahora nuestros vecinos estuviesen enterados de lo que nos pasaba.
En el momento en que papá dio pasos a nosotros, mamá alcanzó a tomarme y hacerme retroceder con ella. Me abrazó con tal fuerza que cerró los ojos, a la espera de que la mano de papá le cayera encima. Yo empecé a gritar y rogué para que no le hiciera nada. Al menos por esa vez, funcionó. Papá no se movió de su sitio y poco a poco, fue bajando la mano hasta que su vista recayó en ella y luego volvió a mirarnos a nosotros. No sé qué fue lo que pasó por su mente, pero tuvo que haber sido algo que removiera su conciencia porque sin decir palabra, se dio la espalda. Mamá y yo nos aliviamos cuando oímos cómo cerró la puerta del cuarto de un portazo.
Una semana fue el tiempo que papá hizo de nuestra existencia, poca cosa. Evitaba cualquier tipo de contacto con nosotros. Se iba más temprano al trabajo y regresaba más tarde. Se había hecho de la sala, su sitio ideal para dormir. Aunque por esos siete días, la casa volvió a ser parte de un ambiente tranquilo, sabía que ese silencio no era el mismo al que estaba acostumbrado meses atrás durante los fines de semana. Aquellos fines de semana alegres, llenos de risa, de amor. Era un silencio tormentoso. Porque incluso en ese silencio, sentía el dolor que me causaba la indiferencia de mi entonces, mejor amigo. Y cada vez más, me resulta difícil contar las veces que mamá lloraba al día. Yo solo la miraba, sin saber qué decir, qué hacer.
—Abel, ven, quiero hablar contigo —me dijo un día, durante la mañana en que papá no estaba. Mamá, que era maestra, tenía casi los mismos días que yo de vacaciones por la escuela.
—¿Qué pasa? —me acerqué a ella, preocupado, creyendo que se sentía mal otra vez. Sonrió y negó con la cabeza. Revolvió mi pelo e hizo un enorme esfuerzo para atraerme a ella y sentarme en su regazo, hacía tanto que no me abrazaba. Sabía que le dolía, así que procuré quedarme quieto y evitarle molestía.
—Abel, sabes que te quiero mucho, ¿verdad?
—Sí. Y yo también. Mucho. —Sonreí, apoyándome más en ella. Al ver que en sus labios se formaba una mueca, decidí que lo mejor era separarme. Mamá aún tenía las piernas doloridas, así como los brazos. Miré de sus zapatos a los míos y dije—: Perdón.
—No Abel, no digas eso. No pasa nada. ¿Lo ves? Ya no me duele —dijo, tocando sus piernas y los brazos para hacerme ver que decía la verdad. Pero en el fondo, sabía que mentía.
—¿Qué me ibas a decir, mamá? —Esta vez, en el sillón, esperé a que me dijera eso por lo que me había pedido prestarle atención.
—Todavía no lo sabe papá, así que tú serás el primero en saberlo. ¿Qué pensarías si te dijera que…? —Y se quedó en silencio. En su expresión se notaba cuán nerviosa estaba. Exhaló un gran suspiro y siguió—. Abel, vas a tener un hermanito, así como Caín con Susi. ¿Qué piensas?
Tardé en reaccionar a sus palabras. Si esa noticia me la hubiese dado meses antes, quizá, habría saltado de la emoción porque eso significaba que ya no estaría solo y podría sentir lo mismo que Caín al compartir con alguien más; el tener con quién quién jugar, con quién pasarla bien tal como lo hacía él con Susana, aunque luego pelearan el uno con el otro. Pero ahora era diferente. Mamá tuvo que llamarme varias veces para que la mirara y me preguntó si estaba bien. Moví la cabeza sin saber exactamente lo que estaba sintiendo. ¿Qué significaba para mí tener un hermano en ese momento? ¿Qué se suponía que pasaría con nosotros? ¿Mi papá se alegraría y con ello, todo volvería a ser como antes? ¿O tendría que convertirme en ese hermano mayor que tenía que proteger a su hermano menor así como lo hacía Caín con Susana, cuando papá se enojara?
—¿Abel? No me has dicho nada, amor —mamá me acariciaba la mejilla, que de la nada, se había humedecido. Bajo su tacto, sentí que empezaba a preocuparse ante mi inesperada respuesta—. Mi amor, ¿por qué estás así? ¿No te hace feliz?
Ni siquiera contesté y dejé que me meciera en sus brazos y esperé a que mi silencio, fuera suficiente para hacerle saber qué es lo pensaba.
—Si piensas que te dejaré de querer, te equivocas. —Mamá me separó de ella y me hizo verla a los ojos, que eran tan distintos a los míos. Los ojos grises que alguna vez me miraron con amor, un día dejaron de buscarme. Y cuando logré que volvieran a notarme, el desprecio había reemplazado las miradas dulces—. Tú eres y siempre serás muy especial para mí, eres mi todo. No hay cosa que no haría por ti con tal de que estés bien. Recuérdalo siempre.
Por varios años me pregunté si lo que alguna vez me dijo mamá fueron palabras sinceras. Mientras me abrazaba de nuevo, terminó de contarme que mi hermanito estaría con nosotros en pocos meses y que me dejaría elegir su nombre; y que papá, mis abuelos y mi tía, aún no podían enterarse de esto, pues ya vería ella cómo les daba la noticia para que lo tomaran de la mejor manera.
—¿En serio? ¿Y cómo sabes que no va a ser una niña? —me preguntó Caín, en lo que esperaba a que terminara mi recorrido en el pasamanos. Bajé del juego bastante contento de mi resultado y me posé junto a él, para animarlo a que volviera a intentarlo.
—Porque mamá me lo dijo. Vamos, te toca. Tienes que pasarlo o si no, tendrás que prestarme de nuevo tu patineta como lo acordamos.
—¿Sí sabes que al final te la daría, no? Sabes que no puedo con el pasamanos, me caigo muy fácil. Debí haber apostado a otra cosa. —Se sentó en el pasto y apoyó su mejilla en una de sus manos—. ¿Y ya pensaste entonces en un nombre?
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Editado: 10.11.2024