Capítulo 4
Las puertas se abrieron con un chirrido apenas audible, que sonó en el silencio mortal del pasillo como un disparo. Marichka, sin soltar el asa de su maleta, dio un paso adentro, hacia la oscuridad total.
La penumbra no era simplemente la ausencia de luz; era densa, pegajosa y pesada, como si la chica no hubiera entrado en una oficina, sino en una antigua cripta. En el aire flotaba un olor repugnante, nauseabundo: una mezcla de tierra húmeda, moho y esa misma calabaza que ya había empezado a pudrirse, pero ahora ese olor era cien veces más fuerte. El frío calaba hasta los huesos, aunque se suponía que en el edificio debía funcionar la calefacción.
—¿Igor? —su voz sonó ahogada e insegura, como si el algodón hubiera absorbido el sonido.
Como respuesta: silencio.
No, no silencio.
Marichka aguzó el oído, y su corazón dio un vuelco. Oyó un sonido. Un sonido rítmico, húmedo, pulsante. Como si en algún lugar en la oscuridad estuviera bombeando una bomba gigante o latiendo un corazón enorme y enfermo. Tu-dum. Tu-dum.
Tanteó la pared, buscando el interruptor, pero sus dedos se deslizaron sobre algo resbaladizo y fibroso, parecido a gruesas raíces. La chica retiró la mano con asco, logrando aun así encender la luz. Sin embargo, era muy tenue, porque las bombillas estaban entrelazadas con horribles lianas.
Y entonces vio ESO.
En el centro del despacho, donde estaba el escritorio de Igor, ardía una luz naranja débil y enfermiza. Era la luz de su calabaza.
Pero ya no era esa calabaza pequeña y bonita que había comprado en la tienda. Era un monstruo.
La calabaza se había hinchado hasta alcanzar tamaños increíbles, volviéndose tan grande como un sillón, y pulsaba con ese mismo ritmo repugnante que ella había oído. Sus ojos tallados eran ahora dos abismos negros que la miraban fijamente, y la sonrisa se había estirado en una mueca horrible, llena de afiladas grietas. No estaba simplemente sobre la mesa. De ella, como venas, se extendían gruesos zarcillos y lianas de color verde oscuro, que enredaban la mesa, las sillas, se clavaban en las paredes y se extendían hasta el techo, colgando como lianas en una jungla maldita.
La mesa, esa misma amplia mesa de gran jefe sobre la que ella había arrojado su regalo con tanta furia, ahora parecía un altar pagano, donde en el centro, como un ídolo repugnante, pulsaba este horror naranja y vivo.
—¡Igor! —gritó ella, su voz quebrándose en un chillido.
Y entonces lo vio a él.
En el rincón más alejado, presionado contra la pared, estaba Igor. Estaba pálido como un lienzo, sus ojos estaban abiertos de par en par por el horror, pero no se movían. No estaba atado. Estaba... arraigado.
Varias lianas gruesas, que se extendían desde la calabaza, habían envuelto sus piernas y su torso, sujetándolo firmemente en su sitio. Una liana delgada y asquerosa rodeaba su cuello, y otra, más pequeña, se había deslizado bajo su camisa, y Marichka vio con horror cómo algo se movía apenas perceptiblemente bajo la piel de su pecho. Estaba vivo, pero apenas respiraba, mirando a la calabaza con un terror indecible.
—M-Ma... ri... —susurró él, y la comisura de sus labios tembló.
En ese mismo instante, la calabaza sobre la mesa brilló con más intensidad, y la pulsación se aceleró.
«VOLVISTE», —resonó en su cabeza esa misma voz sibilante y sobrenatural. No venía del altavoz, venía de la calabaza, vibrando en el propio aire. — «TÚ ME LO ENTREGASTE. LA TRADICIÓN ES LA TRADICIÓN. ÉL ESTÁ RECHAZADO. HE ACEPTADO EL DON».
La liana en el cuello de Igor se tensó ligeramente.
Marichka se quedó paralizada de terror. Era una locura. Era un sueño, un delirio, una horrible broma de Halloween. Pero el frío, el hedor y el monstruo pulsante ante ella eran dolorosamente reales. Recordó sus palabras de la tarde: «¡Según la tradición ucraniana, te voy a dar una calabaza!».
Ella lo había hecho. No le había dado simplemente un símbolo. Ella, en su ira, en una noche en que la frontera entre los mundos es delgada como una telaraña, había infundido en ese símbolo odio real, y algo antiguo, algo que esperaba tal don, había respondido.
—¡No! —gritó Marichka. — ¡Yo... yo lo retiro! ¡Es mi calabaza!
«TARDE», —siseó la voz. — «EL DON DEL RECHAZO NO SE PUEDE RETIRAR. AHORA ES MÍO. SE CONVERTIRÁ EN PARTE DE LA COSECHA».
La liana en el cuello de Igor se tensó, y él graznó, boqueando en busca de aire.
¡¿Qué hacer?! Marichka miró a su alrededor. ¿Agarrar la maleta y correr? ¿Pedir ayuda? ¿A la policía? ¡Pensarían que estaba loca! ¡Tenía que hacer algo ahora!
«La tradición... —martilleaba en su cerebro. — El don del rechazo...»
Si este monstruo se aferra tanto a la tradición, ¿quizás con la tradición se le pueda vencer? La calabaza es un rechazo. ¿Rechazo a qué? A una propuesta de matrimonio. Su odio había activado la maldición del rechazo.
Entonces, ¿qué... qué puede cancelar el rechazo?
En la mente de Marichka nació una idea salvaje, loca, repugnante para ella misma. Era lo más inesperado y lo más horrible que podía inventar. Pero Igor ya se estaba poniendo azul, y las raíces se hundían en él cada vez más profundamente.