Calaveritas de azúcar

Capítulo Único

Seguro estoy que Nicolás tuvo progenitores, un par eventual o algunos otros cualquiera, pero nunca unos Padres y, desde muy pequeño, debió ayudar en las labores ordinarias del negocio de su Abuela; dedicado en cuerpo y alma a la atención de un pequeño bar en la Ciudad de Puebla. Vivía siempre angustiado, atormentado, pensando en todo momento que de faltar él estaría heredando a Miguel, su pequeño hermano, un mundo tan raro que no deseaba para Miguel cuando éste fuera adulto, sí, sería el mismo que Nicolás cohabitó, ese mundo falto de oportunidades y lleno de melancolía y miedo, creado, desde su perspectiva, por la ausencia de sus padres; pues la vejez algún día llega a alcanzar hasta al más fuerte. Nicolás fue para Miguel, lo que un papá debía hacer, supliendo los compromisos que no pidió tener, debía ser un papá, madre, guía y hermano, reflexionante que de tener unos, bien pudo hacer las cosas que siempre soñó. Así enseñó a Miguel, tiempo atrás, a defenderse, a llenar con valentía corazones temerosos, a afrontar la tristeza y la carencia, y a equivocarse sin perder su honor.

Su Abuela, cuando viva, siempre le decía: Todo lo que construye el hombre a lo largo de los años, es dotarte de alas con las que se puede sobrevolar en la misericordia del amor, ya que tomando como guía el camino del amor, aprenderás a descubrir el camino que te convierte en un hombre de paz; esa paz que todas familias las necesitan en una ciudad dominada por el miedo y la violencia. Recordaba las palabras de su Abuela, mañana, tarde y noche, mientras inhalaba el olor a alcohol y a humo de tabaco que arropaban a los clientes en el bar, como si fuera el alcohol y el tabaco los maestros que lo inspiraban para recordar personas ya muertas que, disueltos en el aire, dan unas palmadas de aliento para seguir avanzando en su complicado camino.

Nicolás decidió que debía enseñar al pequeño Miguel una nueva lección, basado en sus experiencias vividas, para dejar en él algo en caso de necesitarlo y Miguel lo usara como arma, omitiendo los detalles de cómo lo había aprendido. Se decía a sí mismo que sus conocimientos estaban frescos, ¡y qué mejor momento para obsequiarlos! Así que un día lunes, día de su descanso, Nicolás llevó a Miguel a dar un paseo a un parque a muchos kilómetros de su casa y de regreso lo llevó a comer una pizza. Era ya tarde-noche de mucho tráfico y antes de llegar a casa pasaron junto a un área acordonada por la policía. En una camilla se podía ver una bolsa de tela con cierre que albergaba un cadáver. Instintivamente, Nicolás le dijo a Miguel que no volteara a ver la escena, pero ya demasiado tarde, pues ya lo había hecho y, Nicolás, tentado a cubrir sus ojos, no pudo resistir hacerlo también. El muchacho no pudo hacer nada y Miguel vio toda aquella escena, Nicolás se dispuso a preparar para escuchar alguna pregunta del niño. Miguel estaba mudo y como casi no salía de casa, pues nunca se había topado con algo similar. Observó uno de los extremos de la bolsa que cubría la cabeza, de pronto, sin que la policía pareciera darse cuenta, el cierre se abrió, y el brazo del cuerpo que yacía dentro salió con lentitud, como queriendo llamar la atención de Miguel. Parecía tener meses de muerto, la carne estaba podrida y los dedos, a pesar de estar tensos, lograron hacer un gesto hacia el pequeño, pidiéndole ir hacia él.

Miguel entró en una especie de trance mientras era espectador de los esfuerzos del cadáver por sacar su cara descompuesta hacia el exterior. Tenía una mueca de angustia, que a pesar de sus nervios rígidos era bastante clara. Su intención, ante los ojos de Miguel, era igualmente evidente. Buscaba a alguien de quien había sido arrebatado, pero, ¿a quién? ¿Y cómo saberlo, si su rostro era irreconocible? Nicolás mantenía la vista al frente, pendiente del tráfico y a la espera de algún comentario por parte Miguel, quien era el único que veía aquel extraño espectáculo en el que un muerto seguía preso de su cuerpo. Cuando llegaron a casa, Miguel seguía sin decir ni media palabra.

—¿Estás bien, hermano?

El niño pareció volver en sí y asintió con la cabeza. Buscaron un lugar en el suelo del patio y se sentaron. Miguel contempló el contraste entre el lúgubre escenario que acababa de presenciar y el ambiente colorido y vívido del patio en la compañía de su hermano. De repente se animó a preguntar acerca de lo visto en el camino. Nicolás le explicó lo que pasaba en su ciudad. Le habló sobre la violencia y la codicia que la habían enfermado, sobre lo común que era que se desaparecieran las personas, a veces encontradas ya muertas o nunca las encontraban, le dijo que esa era la razón por la que él no podía salir solo a la calle y que había que ser fuertes y portarse como los machos si algún miembro de su familia le pasaba lo mismo.

De pronto, Miguel se levantó del suelo y quiso salir corriendo hacia la calle, pero al pasar a lado de a su hermano lo abrazó y comenzó a llorar. Lo sentía tan vivo, tan presente, que experimentó un miedo terrible a perderlo, a que desapareciera y lo encontraran muerto, tieso, inmóvil. La barrera de la vida la visualizó muy frágil y comenzó a sentirla muy delgada cuando Miguel pensaba en ello. Nicolás lo tomó del hombro con firmeza y con voz paternal lo animó a vivir el momento y disfrutarlo, a percibir con los sentidos las delicias de estar vivo y experimentar desde las entrañas las emociones, dejándolas correr. Más calmado, Miguel recuperó la compostura, y volvió a abrazar a Nicolás con cariño fraternal, sonriendo.

—Un día de estos te enseñaré a bailar salsa, para que las chicas se peleen por ti, nomás dame chance de practicar, —le dijo su hermano divertido, mientras se adentraban en la casa.

Durante el fin de semana, Nicolás se reunió con sus amigos en un salón de baile y, centrado en la promesa que le hizo a Miguel, intentaba recordar los pasos de baile que nunca aprendió, pero aquel instante de redescubrimiento no duró mucho. Pronto, sintió detrás de sí a un fornido sujeto que lo inmovilizó y, ayudado de muchos otros maleantes, lo amordazaron.




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