Caldos de Ofenón

Caldeados

Hacía dos horas que el partido había acabado y Leynad, ahora, tenía muy claro que todo lo que sentía no se debía sólo a lo que le había hecho disfrutar el partido, sino a aquel tazón de sopa transparente que se había tomado antes de él. No importaba. La claridad en su mente era total, máxima, inconmensurable. Aquello podía ser un sentimiento magnificado, pero no era falso, y eso era lo importante. Esa idea aparecía cristalina en su mente. Todo lo que pensara en aquel momento era perfecto y genial, y no importaba si estaba o no equivocado, porque lo importante era que era él quien lo había pensado, y que tenía la capacidad de pensar.

La música rítmica, ahora sí, electrónica y tecnológica, estaba pensada para que uno profundizara en su propio ser mientras lo compartía con las personas que tenía al lado. También aquello lo veía claro, así como el hecho de que cada una de las personas que lo rodeaban sentían exactamente lo mismo que él. Había besado y abrazado por lo menos a cincuenta de ellas, si no más. Los amaba. Pero no los amaba como se ama a una pareja sexual, o a una novia, o a una esposa, ni siquiera como se ama a un amigo, a un padre, a una madre, o a un abuelo. Era un tipo de amor distinto. Amaba su existencia. Amaba que fueran.

Hacía un buen rato que no veía a Skyvy, pero Skyvy estaba teniendo su propia experiencia sensorial onírica solo diez metros detrás de él sin que ninguno de los dos se diera cuenta, ni le importara lo más mínimo. Tal como él, ella movía su cuerpo al ritmo de la música y cuando miraba a los demás no veía individuos. Cada ser era un conjunto de elementos, un montón de órganos que se habían puesto de acuerdo para formar una máquina pensante por ellos mismos y que estaban formados a su vez por células, moléculas, átomos...

Y todo aquello había decidido juntarse y ordenarse para formarlos a ellos, y a todos los demás, y así que ellos pudieran salir a las estrellas, conquistar todos los mundos, aprender todas las cosas que podían llegar a saberse, y crear todo aquello que pudiera ser creado. Cada vez que abrazaban a alguien sentían una inyección de felicidad, una increíble gratitud por estar vivos, una extraordinariamente pura visión de todo.

Porque todo estaba hecho para ellos, y ellos estaban hechos para todo. Y ese era el verdadero sentido de la vida. Ser. Sentir. Compartir. Crecer. Simplemente siendo ya se estaba haciendo todo lo que se podía hacer. Tal como eran las cosas, en algún momento conocerían qué era aquello de lo que formaban parte, porque ahora sabían (y además, a ciencia cierta) que no eran otra cosa más que átomos, moléculas, células, tejidos u órganos. Eran una parte esencial de algo más grande que tendría un tipo de consciencia y existencia superior, al que jamás tendrían acceso de la misma forma que un riñón o una célula de su cuerpo jamás podría saber o sentir lo que era un ser humano completo, siendo una parte esencial del mismo.

La música, aunque siempre rítmica y ambiental, fue bajando la velocidad poco a poco. Leynad se encontró que aunque toda aquella claridad mental y visión total era maravillosa, también era agotadora. Le habría gustado sentarse o tumbarse, y descansar, pero no se veía sitio para hacerlo. Llevaba dos horas moviendo el cuerpo al ritmo de la música, y ejercitando el cerebro con una potencia devastadora, sintiendo y entendiendo sin parar.

Se encontró con Rinna por casualidad mientras paseaba por la zona de la música y tras darle un gran abrazo y besarle en la frente, le preguntó:

- ¿Hay algún sitio para sentarse? Estoy cansado.

- La gente ya se está empezando a marchar a las habitaciones. Si quieres podemos ir, yo también tengo ganas. Mira, allí están Marina y Sky. - señaló hacia el fondo y Ley las vio.

Fueron hacia ellas y marcharon los cuatro hacia la puerta que daba al pasillo de las habitaciones. Rinna les informó:

- La habitación es comunal. Si queréis más intimidad podéis ir a la nave, pero estoy seguro de que preferiréis quedaros aquí. No mola ahora salir ahí fuera con un traje.

Ley y Skyvy estuvieron totalmente de acuerdo. Apenas les importaba ahora la nave y no querían estar solos. Querían estar con los demás. Se alegraron de que la habitación fuera compartida. El pasillo hacia ella no era más que un semicilindro metálico que tenia adosadas sendas cañerías y tubos de suministros en las paredes, pero algo que les habría parecido feo y demasiado espartanamente industrial cualquier día, ahora les parecía una maravilla del ingenio humano y una demostración de su gran capacidad. Su perfecta funcionalidad lo hacía bello.

Al llegar a la habitación se tumbaron en camas contiguas y charlaron durante un buen rato sobre lo maravilloso que era el cosmos, la vida, la felicidad, el cerebro humano, la cultura... en una habitación donde había al menos otras 200 personas, algunos debatiendo como ellos, otros solo estaban callados, otros acariciándose mutuamente, y otros mirando hacia el techo o mirándose unos a otros sin hablar, con la mirada perdida en la lejanía, pero una sonrisa enamorada en la cara. Como si estuvieran sintiendo caricias en el alma y cosquillas en la mente.

Poco a poco el murmullo se fue haciendo más sordo, la somnolencia se fue apoderando de ellos, y cayeron dormidos con profundidad. Soñaron increíbles cosas maravillosas, indescriptibles, extrañas y profundas, en largos sueños que les fue completamente imposible recordar después conscientemente, pero que quedaron grabados en la parte inaccesible de su cerebro para siempre.




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