Le habían ofrecido una increíble casa en uno de los barrios más ricos de toda su ciudad pero él simplemente nunca respondió.
Quizás fue miedo, quizás fue que no quería más de lo que tenía pero su entorno no iba a permitir que se quede reposado en aquella hamaca paraguaya de felicidad y placeres en la que estaba, una hamaca simple en la que cada tanto llegaban sus amigos y hablaba con ellos. Algunos le caían mejor, otros peor, pero ahí estaban. Sus amigos, como cubiertos, se guardaban y volvían cada ciertas horas. Estaba él recostado en su hamaca, bajo el calor de aquel duro verano, mientras pensaba: ''¿Qué pasa si traigo nuevos cubiertos? Tengo ganas de alegrar la casa, la cocina, la todo.''. Así fue como fue y compró cubiertos, en variedad para ver que su cocina sea la mejor, o al menos, desde su punto de vista. Cuando llegó a su casa y colocó los cubiertos en sus lugares, un cuchillo de gran brillo y con mango plástico de color celeste había llegado hasta la hamaca y se había puesto debajo de ésta, a pesar de ello, aquel hombre solo lo sacó y lo llevó nuevamente con los otros cubiertos. Ese hombre empezó a agrupar los cubiertos en distintos lugares por cómo quedaban, para que se vean bien y ese, ese fue un gran error. Un día, algo pasó que hizo que aquel hombre se conformase con sus cubiertos clásicos y su rota hamaca en la cual se recosto para luego dormirse, sin mudarse y sin preocuparse del problema de los cubiertos. La paz no la tenía, pero tampoco el colmo de la impaciencia y malestar, simplemente estaba en su hamaca paraguaya.