Los cambios siempre asustan, pero Calixta no pensaba así, a ella le ponían de mal humor. Vivió muy cómoda y feliz en uno de los condominios más influyentes de la ciudad, sus padres no eran ricos pero sí con buenos empleos como para darse el lujo de tener un amplio apartamento... hasta que se les ocurrió la grandiosa idea de mudarse al campo, lejos, muy lejos de todo a lo que ya acostumbraban tener.
El día en que sus padres le dieron la noticia tuvo que encerrarse en el baño por tres horas para que no le vieran llorar y quejarse una y otra vez. Luego llamó a sus amigas para darle la fatídica noticia, y lloraron por dos horas más. Sus padres le dieron la oportunidad de compartir con sus amigas todo un viernes, y al próximo día ya se estaban mudando. Ella quería desaparecer.
Y ni hablar de su nombre. Estuvo hasta los doce años quejándose con sus padres por haberle puesto algo tan medieval y feo, y la mudanza lo empeoraba todo, porque los nuevos vecinos la mirarían como un bicho raro y ella no podría hacer nada. Por lo menos en su antigua zona, luego de varios años, ya no le molestaban.
El sábado en la noche, tras el arduo trabajo de desempacar cajas y más cajas, se reunieron todos en la pequeña pero cómoda sala. El suelo de madera pulida y recién pintada rechinaba bajo el tamborileo de los pies de Calixta. Ella no se quejaba del lugar, cuando vio la hermosa casita de madera, pintada y arreglada, y entró a comprobar su interior, se dio cuenta de lo hogareña y tierna que era. Su problema era con las despedidas y el mal humor de comenzar algo desconocido.
—Cali, por favor, ya para —le dijo su madre, mirándola con ternura desde el otro extremo de la sala.
Calixta dejó de golpear el suelo con sus pies. Acomodó los brazos al costado del sillón y se mantuvo en silencio. El padre escogió una película para compartirla juntos, ya era hora de ver alguna de acción. Ella hizo un sonido extraño y arrugó la frente al ver la película elegida.
—¿No te gusta? —preguntó su padre con diversión—. Si quieres pongo algo romántico.
—Papá...
—¿Qué te parece... —Miró la lista de opciones—Note Book?
—¡Ni aunque estuviese ciega! —Puso cara de repulsión mientras la madre se echaba a reír—. Mejor veamos al capitán ese con el escudito de la estrella. Parece gay —dijo esto último más para sí misma.
A mitad de la película, Calixta estaba tan metida en ella que todo su cuerpo estaba inclinado al frente. Su madre había preparado palomitas de maíz a gran cantidad, y la boca de Calixta no paraba de moverse. Tenía las mejillas infladas. Su emoción estaba a tope, pero lo disimulaba muy bien.
—Ja, eso lo hago yo —dijo el padre al ver una escena donde el capitán corría a toda velocidad.
—Cariño... la última vez que corriste acabaste tumbado en el suelo del antiguo apartamento, con los pies enredados al cable de la lámpara, ¿recuerdas?
Él levantó las manos y no dijo más. Al terminar la película, Calixta acabó aceptando que estuvo realmente buena. Eran las 9:30 de la noche.
—La próxima podemos ver una de terror.
—Hija, eso daña tu psiquis.
—Tonterías. Tengo 17 años, a esta edad se ve de todo —comenzó a ayudar a su madre con los envases vacíos para llevarlos a la cocina—. Con el nombre que decidieron ponerme ha sido más que suficiente como para...
—Eh, cariño, ya lo hemos hablado, ¿no? —se adelantó el padre—. Tienes un nombre especial, escogido solo para ti de entre tantos.
—Sí, esa es la parte que ya sé. La parte que no me han contado es la interesante. —Dejó los envases dentro del fregadero y caminó sin ánimos hacia la escalera que daba a las habitaciones. Ya había tenido esa conversación antes.
—Que duermas bien, Cali —le dijo su madre antes de verla subir.
— ¡Y ustedes!
El piso superior solo era ocupado por dos habitaciones y un baño. El de Calixta quedaba en dirección al frente de la casa, desde una pequeña ventana podía espiar a los vecinos. No era un espacio muy grande, pero sí lo justo como para caminar libremente. Su cama quedaba cerca de la ventana, y al caer la noche la claridad de la luna se colaba por ella. «El mismo efecto tendrá cuando salga el sol», pensó ella, dejándose caer sobre las acolchonadas sábanas púrpura tras ponerse un pijama de camisa con mangas largas y pantalón largo que casi cubría sus pies. Ese era su color favorito. El armario quedaba a su derecha, cerca de la puerta, y de él colgaban curiosos amuletos, herencia de sus abuelas maternas. Su tocador también tenía amuletos colgando de las esquinas del espejo, y a su llegada se aseguró de poner los cuadros abstractos contrapeados en las paredes. Era un buen lugar para descansar, también para dibujar, que era una de sus más grandes pasiones. Desde niña lo hacía, pero nunca encontraba la explicación a cada uno de sus dibujos: siempre, en cada uno de ellos, un pequeño dragón gris asomaba la cabeza tras algún árbol, o ventana, o puerta, o aparecía en el reflejo del agua. Le gustaba pensar que era un simple efecto del gusto por los dragones.