La lluvia caía en un manto gris sobre la ciudad de Londres, tiñendo el vidrio del carruaje con una neblina de sombras etéreas. Eleanor Whitemore miraba, absorta, el reflejo de su rostro en el cristal empañado, como si tratara de desentrañar los secretos que se escondían tras su propia mirada. La luz tenue de las farolas pintaba la oscuridad de la noche con destellos dorados y fugaces, como una promesa efímera que nunca llegaría.
A su lado, sus padres conversaban en voz baja, ajenos a la quietud que envolvía a su hija. Su madre, siempre radiante en su vestido de seda verde, hablaba con entusiasmo sobre los chismes de la alta sociedad, sus palabras fluían con la misma suavidad que el brillo de su joyería. El padre de Eleanor, un hombre de rostro severo y postura impecable, asentía sin mucho interés, su mirada perdida en la distancia, como si estuviera más preocupado por los negocios que por la conversación familiar.
Era una charla vacía, una danza de palabras que no tenían verdadero significado, pero que eran necesarias para mantener las apariencias. Eleanor, acostumbrada a estos diálogos despojados de emoción, los escuchaba con una sonrisa educada, aunque por dentro se sentía cada vez más alejada de ellos. La casa de los Whitemore era grande, llena de antigüedades, pero vacía de calidez. Su madre, siempre perfecta en su papel de esposa y anfitriona, nunca le había preguntado verdaderamente cómo se sentía, y su padre, siempre absorto en su mundo de negocios y expectativas, nunca había entendido las inquietudes de su hija.
—¿Crees que esta noche será distinta, hija? —preguntó su madre, interrumpiendo sus pensamientos.
Su voz suave y afectuosa sonaba como una caricia, pero también como una orden implícita de que, al final del día, Eleanor debía hacer lo que se esperaba de ella.
—Tal vez un futuro prometido te traiga la paz que tanto anhelas.
Eleanor asintió, más por costumbre que por convicción, y desvió la mirada hacia la ventana. Su madre no veía la fatiga en sus ojos ni el cansancio en sus gestos. Siempre creía que los bailes y las sonrisas eran suficientes para llenar el vacío de su hija, pero Eleanor se sentía más atrapada en esa vida de lo que jamás podría explicar.
La inquietud comenzó a formarse en su interior, un presagio débil que se deslizaba como un susurro en la penumbra. Algo no estaba bien. Miró por la ventana, como si esperara encontrar una respuesta en el paisaje oscuro que se extendía ante ella, pero lo único que vio fue una figura fugaz moviéndose entre las sombras de los árboles a lo largo del camino. Un escalofrío recorrió su espalda, pero no pudo deshacerse de la sensación.
—¿Eleanor? —la voz de su padre la sacó de sus pensamientos. Su tono firme y ligeramente impaciente indicaba que, una vez más, no entendía lo que sucedía dentro de ella—. Te encuentras distraída, hija. ¿Sucede algo?
—Solo... es cansancio —murmuró, recuperando la compostura.
Sus palabras fueron vacías, como todo lo que solía decir en momentos como esos. El padre de Eleanor nunca entendió su desconexión, ni el anhelo profundo que sentía por algo más que una vida predecible y sin alma.
La figura fugaz en la ventana seguía rondando su mente, mientras sentía que el aire a su alrededor se volvía más denso, como si algo o alguien estuviera esperando en las sombras.
El carruaje se detuvo frente al imponente palacio donde tendría lugar el evento de la alta sociedad, y el bullicio de los invitados comenzó a llenar el aire, disipando el silencio incómodo que había llenado el interior de la carroza. Eleanor se ajustó el corsé y los guantes, intentando ignorar la creciente presión de los ojos de su madre sobre ella.
—Recuerda, querida, lo que te hemos enseñado. Esta noche podría ser crucial —le dijo con un tono suave, pero lleno de una presión que Eleanor ya conocía demasiado bien.
Su padre, Henry Whitemore, ya descendía con aplomo, su figura alta y delgada se movía con la misma gracia que el título nobiliario que ostentaba. Su rostro severo parecía estar concentrado en algo que no era la hija a su lado, y Eleanor sentía una vez más la desconexión silenciosa entre ellos. Él nunca entendía sus sentimientos, ni siquiera las dificultades que ella enfrentaba al ser la única hija de la familia Whitemore que aún no había logrado captar la atención de un buen partido.
—No lo olvides, hija mía —dijo Beatrice con voz suave, casi susurrante, como si estuviera brindando un consejo lleno de afecto—. Solo tienes veinte años. No es tarde aún, pero debes pensar en el futuro, en lo que es mejor para ti. No olvides que las demás ya han encontrado su lugar en este mundo, y tú... tú aún tienes tanto por vivir. Pero no podemos quedarnos atrás, ¿verdad?
Su sonrisa era cálida, aunque sus ojos, cargados de una presión sutil, no pudieron ocultar la sombra de ansiedad que la acechaba.
—Las familias esperan vernos completos, querida, y un yerno... es tan importante. Lo sabes bien.
Eleanor no dijo nada. Solo asintió levemente, mirando hacia el frente mientras sentía cómo la mirada de su madre la atravesaba, tan aparentemente tierna y maternal, pero llena de exigencias no habladas. Beatrice nunca decía directamente lo que pensaba, pero Eleanor conocía perfectamente esa tensión subyacente, esa expectativa que nunca se desvanecía: encontrar un esposo antes de que el mundo comenzara a susurrar sobre las solteras de «más edad» y la sociedad, esperaba que ella eligiera un esposo antes de que el «mercado» de posibles pretendientes disminuyera aún más.
Beatrice no se rendiría. No podía. La sociedad lo demandaba, y Eleanor se sentía, una vez más, como el objetivo de un deseo ajeno, uno que no compartía. La joven bajó la mirada con sus manos entrelazadas nerviosamente frente a su vestido de terciopelo azul oscuro, el color que su madre había elegido con la esperanza de que resaltara sus ojos.
Al entrar en el salón, la atmósfera se abrió ante ella, estaba adornado con lámparas de cristal, cuyos reflejos parecían multiplicar las luces de las velas encendidas, creando sombras que danzaban con elegancia sobre los tapices. En el vestíbulo los invitados se deslizaban entre sí como figuras espectrales, vestidos con prendas elaboradas, intercambiando risas suaves, cuchicheos discretos y gestos afectuosos, mientras los hombres se acercaban a las mujeres con sonrisas calculadas. Los rostros conocidos se movían a su alrededor, y no era difícil distinguir a las mujeres que ya estaban prometidas o casadas, sus dedos adornados con joyas deslumbrantes y su porte seguro.