Cáliz de Sangre

Capítulo I

La lluvia caía en un manto gris sobre Londres, tiñendo el vidrio del carruaje con una neblina de sombras. Eleanor Whitemore observaba su reflejo en el cristal empañado, como si buscara en él algo que no lograba comprender. La luz tenue de las farolas se filtraba entre la bruma, pintando destellos dorados sobre la noche.

A su lado, sus padres conversaban en voz baja. Su madre, resplandeciente en un vestido de seda verde, hablaba con entusiasmo sobre los chismes de la alta sociedad; su padre, de rostro severo y mirada ausente, asentía sin verdadero interés. Era una charla vacía, una danza de palabras para mantener las apariencias. Eleanor, acostumbrada a ese silencio disfrazado de cortesía, sonreía con educación mientras una distancia invisible la separaba cada vez más de ellos.

—¿Crees que esta noche será distinta, hija? —preguntó su madre, con una dulzura que más parecía mandato que afecto—. Tal vez un futuro prometido te traiga la paz que tanto anhelas.
Eleanor asintió. Su madre no veía el cansancio en sus ojos ni la fatiga en sus gestos. Creía que los bailes bastaban para llenar el vacío, pero Eleanor se sentía prisionera de un destino ajeno.

Un presentimiento se deslizó entre sus pensamientos, leve como un susurro. Miró por la ventana: entre los árboles, algo —una figura, una sombra— pareció moverse. El escalofrío fue breve, pero persistente.

—¿Eleanor? —la voz firme de su padre la obligó a girar la cabeza.

—Solo es cansancio —murmuró.

Él asintió, sin notar el temblor en su voz.

El carruaje se detuvo frente al palacio donde tendría lugar el evento de la temporada. El bullicio de los invitados disipó la tensión. Eleanor se ajustó el corsé y los guantes, bajo la mirada atenta de su madre.

—Recuerda lo que te hemos enseñado, querida. Esta noche podría ser crucial.

Henry Whitemore descendió con la solemnidad de quien siempre pertenece. Beatrice, a su lado, depositó una mano en el brazo de su hija.

—Tienes veinte años, aún hay tiempo —susurró—. Pero el tiempo pasa deprisa, y las familias esperan vernos completos.

Eleanor asintió de nuevo. Las palabras de su madre sonaban amables, pero cargaban el peso de una exigencia silenciosa. El interior del salón resplandecía con lámparas de cristal y velas que hacían danzar las sombras sobre los tapices. Las risas, los murmullos y los perfumes formaban una sinfonía opulenta. Eleanor caminaba entre los invitados como si flotara dentro de un sueño que no le pertenecía. Su madre, siempre cerca, la instaba con una mirada a sonreír, a ser encantadora. Ella obedecía, aunque cada sonrisa le supiera a resignación.

—Lady Eleanor —la llamó Lucienne, con su voz alegre—, ¿ha considerado a algún joven de la ciudad?

—En realidad, no —respondió ella con gentileza.

No añadió más. Aquella conversación le resultaba tan predecible como la música del salón. Las demás hablaban de compromisos, de alianzas y promesas; Eleanor solo pensaba en cuánto tiempo más podría fingir interés.

Entonces lo vio.

A través de la multitud, un hombre destacaba como una sombra entre luces. Alto, de porte aristocrático, parecía ajeno a todo lo que lo rodeaba. Su cabello oscuro, su traje perfectamente ajustado, su expresión distante… había en él una melancolía que no pertenecía a aquel mundo de risas falsas. Cuando sus miradas se cruzaron, el tiempo pareció quebrarse. Fue apenas un instante, pero bastó para que algo en ella se estremeciera. Sus ojos, de un dorado imposible, parecían contener un fuego antiguo.

Eleanor apartó la vista, sonrojada, incapaz de comprender por qué su corazón latía con tanta fuerza.

«¿Quién era ese hombre?»




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