Cáliz de Sangre

Capítulo I

La noche había caído más pronto de lo que a Eleanor le hubiera gustado, el vértigo se le subía por el vientre de pensar en todas las miradas que se posarían en ella en unos minutos. Sus latidos, galopantes y propio de una joven de su edad, la invadían, el pánico de manchar su apellido y avergonzar a sus padres con un pequeño error, la perseguía. A pesar de todas sus preocupaciones, sus padres, se apiadaron, ya habían pasado dos años desde que fue presentada ante la reina oficialmente; ante los ojos de la sociedad era una dama completa. Ya se había postergado un año su presentación social, aunque Beatrice y Henry, querían proteger a su hija de la opinión de la sociedad inglesa. Fue inevitable.

Eleanor se miraba en el espejo del tocador, se acomodaba las ondas azabaches con esmero, aunque ya estuviera peinada impecablemente por su doncella. Los guantes, el collar de perlas y el abanico de encaje, descansaban expectantes sobre la cómoda, esperando a su dueña, para ser usados con orgullo y porte, como dictaban las normas de etiqueta. La joven tomó entre dedos temblorosos, un frasco delicado de perfume, jazmín, salvia y azahar; se lo colocó por las clavículas, detrás de las orejas y parte del cuello. Alisó una arruga invisible en la falda de seda azul noche de su vestido. Su pecho pesaba como el plomo, sabía que todo cambiaría después de esa noche; exhaló una vez más y con una parsimonia intencional, se levantó, se colocó las perlas, un bello zafiro decoraba el centro de la pieza refinada, reflejo de sus ojos, profundos como el mar. Luego los guantes de cabritilla vistieron sus delicadas manos, tomó el abanico y lo estrujó contra su pecho, cerró los ojos y oró en voz baja.

«Que no llame la atención, por favor. Te lo imploro.»

Estaba sumida en sus pensamientos cuando una pequeña mano se posó en su hombro, Marion, su fiel doncella, le sonrió con compasión y se inclinó en una reverencia medida.

—Los condes la esperan en el vestíbulo, milady.

—Marie, tengo miedo —susurró Eleanor.

La sirvienta tomó sus manos con afecto, la miró a los ojos con un aire de melancolía y familiaridad.

—A veces me parece tan cruel lo rápido que ha pasado el tiempo. No te preocupes, Ellie, todo saldrá bien, recuerda las sabias palabras de su madre y de la institutriz —animó la muchacha.

Eleanor bajó la mirada por un momento y cuando la elevó, podía notarse ese brillo previo, que anunciaba la llegada de las lágrimas, asintió en silencio y se dejó guiar hasta el vestíbulo.

En la planta baja, Henry Whitemore esperaba con la paciencia pendiendo de un hilo, mientras que Beatrice Whitemore, con el semblante impoluto, apaciguaba la inquietud de su esposo, con su tono suave característico de madre y esposa.

—Ya bajará, querido. Está nerviosa —musitó colocando una mano en su brazo.

—Lo sé, pero si llegamos tarde no solo sería inaceptable, sino que llamará más la atención.

En ese momento, el sonido de una falda deslizándose sobre el suelo de mármol llamó la atención de los adultos, y allí estaba. Eleanor caminaba a paso lento, con la espalda erguida, los hombros relajados —o lo más relajado que podía—, llegó hasta ellos y una sombra de sonrisa se asomó por sus labios. El silencio reinó entre ellos, Beatrice, la miraba con orgullo y cariño, mientras que Henry desvió la mirada rápidamente, como si eso fuera necesario para mantenerse inquebrantable.

—Vámonos —dictaminó caminando hacia la puerta.

El mayordomo se inclinó y le puso la levita a su señor, seguido de Beatrice, le colocó un chal de seda dorada, resaltando el tono verde de su vestido; y por último Eleanor, que llevaba un chal translúcido color crema con bordados franceses. Antes de salir, Beatrice le abrochó con delicadeza, una antigua pieza familiar.

Afuera, el cálido y húmedo ambiente de los últimos días del verano los recibió. La familia Whitemore subió al carruaje con ayuda del lacayo, la portezuela se cerró y los caballos —liderados por el cochero—, comenzaron el camino hacia King Street, St. James's, allí donde se celebraban los bailes semanales durante la Season, era un desfile de damas debutantes observadas por madres, casamenteras y caballeros jóvenes solteros; Almack's Assembly Rooms.

El trayecto transcurrió en silencio, sólo podía oírse los primeros repiqueteos de las gotas golpeando en la ventana, un manto gris cubrió Londres, tiñendo el vidrio del carruaje con una neblina de sombras. Eleanor observaba el paisaje jugando con su abanico, frente a ella, sus padres conversaban en voz baja, Beatrice, hablaba con entusiasmo sobre la moda de la nueva temporada, mientras que Henry, asentía rigurosamente sin romper el contacto visual. Fue la condesa quien desvió la mirada momentáneamente y un velo de preocupación cubrió sus ojos, se inclinó levemente y apoyó la mano sobre la de su hija.

—Tranquila, Eleanor —musitó con dulzura maternal—. Todo saldrá bien.

Eleanor no respondió, apenas sonrió y se aferró a la mano de su madre. El vaivén del carruaje y el sonido de los cascos no calmaron su temor.

Beatrice miró a su esposo de reojo y con un gesto discreto le pidió apoyo, Henry se removió incómodo en el asiento, colocó ambas manos sobre el bastón, como si fuera un pilar y se aclaró la garganta.

—Te hemos instruido bien, Eleanor, no tienes nada que temer —articuló con sobriedad—. Tal vez, un futuro marido te traiga la paz que tanto anhelas.




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