Cáliz de Sangre

Capítulo II

Mientras las parejas danzaban al ritmo suave de la música, Demian Valcourt permanecía en la penumbra, observando con una calma inquietante. La luz de las velas bañaba los rostros de los invitados, la música pareció disolverse al instante que vio esa figura atravesar el salón. Algo en la presencia de aquella joven, le despertó un recuerdo profundo, uno que se había esmerado por enterrar. Sus ojos recorrieron a la dama, cautivados por la suavidad de su cabello, las luces y sombras que jugaban en su piel clara, era como cartógrafo que reconocía un mapa. Su complexión pequeña, su porte delicado y desbordante de gracia. Y esos ojos... de un azul tan profundo que, por un momento, pensó que podrían tragárselo entero. Todo en ella lo desconcertaba, las ganas de acercarse y asegurarse de que no fuera un espejismo, un espectro que volvía del pasado para atormentarlo, lo invadían con pesar.

«¿Acaso será?»

Se detuvo en el momento exacto en que ella desvió sus ojos, como si el contacto visual le quemara. Era tanta la interrogación acumulándose en su pecho que resultaba casi insoportable no poder evitar mirarla. Una sensación desagradable, —similar a una punzada—se alojó en la boca de su estómago, su cuerpo comenzó a sentirse inquieto, un aroma a jazmines y violetas, invisibles, inundó su nariz, la suavidad de un roce, una risa llena de ternura y complicidad resonaba en sus oídos, una promesa de amor eterno se deslizó entre el vago murmullo de aquel vals.

El aplauso de los invitados lo devolvió a la realidad, Demian parpadeó y torpemente imitó la acción de los demás. Caminó a paso firme hacia un pasillo lateral, necesitaba respirar, pero cuando vio con la familiaridad que la tocó aquel joven noble, algo en él se encendió, apretó la mandíbula y sus ojos se endurecieron, los siguió con la mirada hasta el jardín y desapareció en la penumbra del corredor.

El frío aire nocturno envolvía a los jóvenes mientras avanzaban en silencio por el jardín, donde las rosas, bañadas en la tenue luz, pintaban destellos de color entre las sombras. Las fuentes murmuraban y las esculturas de mármol parecían observarlos con su impasible eternidad. Pero algo más acechaba entre la penumbra, oculto en el pliegue más oscuro de la noche, inmóvil y expectante.

Eleanor estaba empezando a sentirse enferma de toda la situación, era como si no fuera dueña de su propia vida, anhelaba el pasado, donde rebosaba de una infancia feliz e inocente, nadie tomaba las riendas de su vida, más allá de sus padres cuando le indicaban cómo vestirse presentable en sociedad. No asistía a cumpleaños, a bodas, a funerales y mucho menos a eventos sociales como ese. La nostalgia era abrumadora, casi punzante como un pequeño alfiler en su corazón.

La brisa comenzó a soplar levemente, haciendo que sus cabellos danzaran a su alrededor. Charles caballerosamente se quitó la levita y la colocó sobre sus hombros, esperando alguna reacción merecedora de sus actos, pero solo recibió una sonrisa coloquial y una mirada que aparentaba felicidad, pero reflejaban un vacío profundo.

Un velo de calma se posó sobre ellos, aunque en el aire flotaba una extraña sensación de pesadez e incomodidad. De repente, la idea de pasear por los jardines no parecía tan agradable, pero el joven Everleigh no se dejaría disuadir tan fácilmente.

—Qué noche tan encantadora —comentó, rompiendo el silencio con naturalidad—. La luna en alto iluminando la oscuridad, el brillo de las estrellas decorando el cielo nocturno, el canto de los grillos… —Hizo una leve pausa antes de añadir, con una sonrisa casi imperceptible—. Y la mejor compañía posible.

—Sí... es hermosa —dijo con suavidad, pero manteniendo la distancia.

Eleanor quería ser honesta. Charles, en cierta forma, le agradaba y le parecía encantador, pero no podía fingir algo que no sentía —al menos ya no—, no podía pedirle a su corazón que palpitara por alguien —aparentemente— carente de profundidad. No quería engañarlo y más importante, no quería engañarse a sí misma, darle una oportunidad, sería como abrir una puerta que después no podría cerrar.

—Y dígame, Condesa Eleanor ¿ha disfrutado de nuestro baile? —dijo Charles rompiendo el silencio.

—Fue… divertido —esbozó una pequeña sonrisa de cortesía—. Pero me temo que me ha ascendido antes de tiempo, Lord Everleigh.

—Lo sé, me disculpo por el atrevimiento —sonrió con elegancia—. Pero dígame, ¿no le parece que le sienta bien?

El silencio volvió a estancarse entre ellos y como si buscara algo a lo que aferrarse, Charles, miró a su alrededor con una leve sonrisa y señaló la fuente más cercana, donde el sonido del agua corriendo añadía un aire relajante al ambiente.

—Permítame —dijo, ofreciéndole la mano.

Eleanor vaciló un instante antes de tomarla y dejarse guiar hasta el borde de la fuente, donde ambos tomaron asiento.

Charles la observó con una curiosidad velada, atento a cada matiz en su expresión. Eleanor siempre había parecido distinta a las demás jóvenes de su círculo, menos inclinada a seguir al pie de la letra las expectativas impuestas. Esa rebeldía, apenas disimulada bajo su elegante porte, despertaba su interés.

—Parece que los años no han pasado, eres exactamente la misma que recordaba.

—¿A qué se refiere? —preguntó ella ladeando la cabeza.

—Que no importan las reglas, los deberes, todo lo que se nos ha enseñado. Siempre eres tú.




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