Cáliz de Sangre

Capítulo III

Eleanor cerró la puerta tras de sí, el eco del baile aun retumbaba en su mente. Su corazón latía con fuerza, y por más que intentó calmarse, la sensación de haber sido arrastrada por algo más grande que ella persistía. Se acercó al espejo, sus dedos recorrieron el cristal empañado por la humedad de la noche. ¿Qué había sucedido allí, entre esas miradas? ¿Era posible que un hombre, tuviera tal poder sobre ella? Sus ojos se reflejaron, buscando respuestas que no encontraba.

La intensidad de su encuentro con él aún la envolvía como un velo denso, su mente dispersa entre la incertidumbre y la fascinación. No estaba segura de si debía sentirse perturbada o.… atraída. ¿Cómo era posible que un hombre tan enigmático pudiera hacerla sentir tan vulnerable? Eleanor se apartó del espejo y caminó hacia la ventana. Afuera, la quietud de la noche la rodeaba, la luna filtrándose entre las cortinas, tiñendo el jardín de un resplandor pálido. El mundo parecía tan lejano en ese momento, como si todo lo ocurrido en el baile fuera parte de otro sueño.

Se tumbó en la cama, buscando consuelo en la fría almohada, pero la visión de él no la dejaba. Su rostro severo, su mirada oscura, las sombras que se cernían a su alrededor como si formaran parte de su ser. Eleanor cerró los ojos con fuerza, pero incluso en la oscuridad de su habitación, podía ver su presencia, sentía su peso en el aire. Había algo en él que la atraía irremediablemente, algo que la desbordaba, que la hacía sentirse pequeña y vulnerable.

El sol ya comenzaba a asomarse cuando Eleanor, finalmente, se quedó dormida, pero aún en su sueño, sus pensamientos continuaban siendo invadidos por la figura de ese caballero tan peculiar. Esa mañana parecía tan distante, como si el paso del tiempo se hubiera ralentizado solo para ella.

Un golpe sordo en la puerta la despertó abruptamente. Eleanor se levantó rápidamente, con el corazón aún palpitante, como si los ecos de su sueño persistieran. Abrió la puerta con cautela, solo para encontrar a una de las criadas, en el umbral, con una sonrisa amena y una expresión calmada, hizo una pequeña reverencia con respeto y le hizo saber que el desayuno estaría servido en breves minutos.

El sol ya más en alto por el horizonte, tiñendo de un cálido resplandor la estancia. El reloj de la mansión había marcado la hora del desayuno, y las criadas se movían rápidamente entre los pasillos con platos humeantes de gachas de avena, pan de masa fermentada y jugosos trozos de tocino acompañados de huevos escalfados. También había platos de pescado ahumado, arenques, y tostadas con mantequilla. El té inglés, de fuerte sabor, se servía en delicadas tazas de porcelana, mientras que el café, aunque menos popular, era servido a los pocos que lo pedían. El aroma de los alimentos flotaba en el aire, pero nada de eso conseguía apaciguar la tensión que se cernía sobre la mesa del comedor.

Beatrice, sentada con la postura siempre erguida y elegante, observó a su hija entrar al comedor, con una expresión que pretendía ser amable, pero que traicionaba su ansiedad. No quería presionar, pero las expectativas eran claras. Había visto la forma en que Charles había mirado a Eleanor en la fiesta, y la satisfacción que le provocaba ver a la joven tan bien acompañada, tan «en su lugar». A medida que las criadas colocaban los platos sobre la mesa, Beatrice no pudo resistir la curiosidad.

—Buenos días, querida —dijo Beatrice con su tono cálido, pero con una mirada que sugería algo más—. ¿Cómo te encuentras tras la noche de ayer? ¿Qué tal tu encuentro con Charles?

Eleanor sonrió, algo forzada. Intentó ocultar la turbación en su rostro mientras pensaba en la pregunta de su madre. No quería hablar del baile, de los momentos entre la multitud y esa figura que la acechaba en cada rincón de su mente.

—Bien... —respondió evasiva, buscando las palabras correctas—. Fue un baile como cualquier otro.

Beatrice no pareció conformarse con esa respuesta, pero no insistió. Eleanor, tomando su lugar habitual en el comedor y perdida en sus pensamientos, observó a su madre, quien se movía con total naturalidad sentada en la mesa, con sus impecables modales, como si nada en la vida le perturbara. Era como un reflejo de lo que Eleanor no podía ser. Su madre, tranquila y aceptante de su rol, mientras ella misma luchaba contra la confusión de sentimientos y deseos.

Pronto, la puerta se abrió con firmeza, y Henry, su padre, apareció en el umbral, con una mirada de severidad habitual. Sus ojos, al igual que los de su madre, buscaban respuestas, pero no de la misma manera. Beatrice había dejado claro su interés por el bienestar de su hija, mientras que Henry lo veía todo a través de una lente práctica. Una sola palabra podía cambiar el curso de las cosas para Eleanor.

—Hija —comenzó Henry, sin preámbulos, sentándose en la cabecera—, ¿has considerado lo que hablamos anoche sobre Charles Everleigh? ¿Lo que este matrimonio podría significar para la familia?

Eleanor sintió que su estómago se retorcía. Sabía que esto llegaría, pero no estaba preparada para enfrentar la expectación en la mirada de su padre. No podía soportar más las presiones de ser una pieza en el tablero de ajedrez de su familia. Con un suspiro profundo, intentó argumentar.

—Padre, yo... No estoy segura de que sea lo correcto. No conozco a Charles lo suficiente, y… y no sé si esta unión debería basarse solo en conveniencias de negocios —sus palabras salieron casi como un susurro, la tensión palpable.

Henry la miró fijamente y el rostro de su madre se endureció ligeramente, pero Eleanor pudo ver la resignación en sus ojos.




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