El bosque de Epping se alzaba como un gigante dormido, sus árboles retorcidos entrelazaban sus ramas con tal densidad que apenas permitían el paso de la luz. Aunque aún era de día, la penumbra reinaba en su interior, confiriéndole una atmósfera inquietante. El aire olía a humedad y tierra vieja, y un silencio anormal lo envolvía todo. Ni un pájaro, ni el crujir de hojas bajo las patas de algún animal. Nada. La bruma serpenteaba entre los árboles como un velo espectral, suavizando los contornos del paisaje hasta volverlo casi irreal.
Los caballos avanzaban con cautela, resoplando de vez en cuando, como si percibieran algo que sus jinetes no podían ver. Un grupo de aristócratas cabalgaban con elegancia despreocupada, sus voces rompiendo la quietud con risas y comentarios triviales. Vestían chaquetas de caza perfectamente entalladas, con detalles bordados y botas de cuero pulido. Sus escopetas, finamente grabadas, reflejaban la escasa luz que lograba filtrarse entre las copas de los árboles. La cacería era un pasatiempo común entre ellos, una muestra de destreza y dominio sobre la naturaleza.
—A ver quién tiene mejor puntería esta vez —dijo Lord Percy con tono competitivo.
—Espero que no se repita lo de la última cacería, Lord Capell —rio—. Disparaste a un arbusto creyendo que era un ciervo.
Las carcajadas resonaron en el bosque, disipando momentáneamente la extraña sensación de pesadez que flotaba en el aire.
—Bah, todos sabemos que tu última presa fue un faisán que apenas podía volar —se burló Lord Capell.
—Pongámosle más emoción —intervino Lord Harper con una sonrisa astuta—. El que cace menos animales invita el brandy esta noche.
Todos asintieron con entusiasmo, aceptando el reto. Sin embargo, a medida que avanzaban, la ausencia de animales comenzaba a resultar inquietante. No había ni un solo venado, ni un zorro escurridizo, ni siquiera el aleteo de una lechuza en la lejanía.
—Espero que nadie se excuse con tonterías sobre el clima o la falta de presas —añadió con sorna Lord Pembroke.
Pero la brisa helada que se filtraba entre los troncos parecía burlarse de su jolgorio. A medida que se adentraban más en el bosque, las risas se fueron apagando poco a poco, reemplazadas por el eco de los cascos en la hojarasca y el susurro lejano del viento en las ramas. Detrás de ellos, los sirvientes avanzaban a pie, algunos cargando la munición y los perros de caza. El mozo de la perrera tiraba de las correas.
—¿Lo escuchan? —murmuró Lord Wycliffe de pronto, tirando de las riendas.
Los demás se detuvieron. Un silencio sepulcral se cernía sobre el bosque, como si algo hubiera sofocado todo vestigio de vida.
—Esto parece más un maldito cementerio que un coto de caza —masculló Lord Wycliffe, ajustando las riendas de su caballo.
—¿Acaso el bosque te intimida, Wycliffe? —se burló Lord Pembroke, girándose hacia él con una sonrisa socarrona—. Pensé que eras un hombre de campo.
—No es eso, solo digo que este sitio tiene algo... —Lord Wycliffe sacudió la cabeza, como si quisiera espantar la inquietud—. Bah, olvídalo.
—Es extraño… —murmuró Lord Astley, frunciendo el ceño—. Este bosque siempre está lleno de vida.
—Quizá alguien cazó antes que nosotros —sugirió Lord Harrison, aunque su tono no transmitía mucha convicción.
Los perros de caza, por lo general impacientes y nerviosos, permanecían inmóviles. Uno gimió y retrocedió, con el rabo entre las patas.
—¿Qué demonios les pasa? —gruñó uno de los mozos de perrera, tirando de las correas. Pero los animales no se movieron.
Fue entonces cuando un joven sirviente, que caminaba algunos pasos por delante, gritó de súbito. Todos giraron hacia él justo cuando trastabillaba y caía de espaldas, con la respiración entrecortada.
—Por Dios… —balbuceó.
La tierra estaba revuelta y húmeda, con signos de lucha. Los aristócratas desmontaron con rapidez y se acercaron al sirviente, que retrocedía arrastrándose hasta ponerse en pie. Cuando miraron más de cerca, la sangre se les heló en las venas. Cuerpos de ciervos y zorros yacían desparramados entre las raíces de los árboles, sus pieles rasgadas y sus entrañas expuestas. Lo más perturbador era la manera en que habían muerto. Sus gargantas estaban desgarradas con cortes precisos, como si algo los hubiera abierto con garras afiladas… o con una mordida que no correspondía a ningún animal conocido.
—Los lobos no cazan así —dijo Lord Harrison, inclinándose para examinar un cadáver. Tocó la herida con la punta del bastón y retiró la mano de inmediato—. Esto ocurrió hace muy poco…
—¿Podrían ser osos? —preguntó Lord Capell, intentando hallar una explicación.
—No hay huellas de depredadores —murmuró Lord Astley, con el ceño fruncido—. Nada que haya visto en años.
—Si fueran cazadores, se habrían llevado las pieles o la carne —añadió Lord Byron—. Aquí todo está abandonado, como si… lo hubieran matado por el simple hecho de hacerlo.
El viento sopló entre los árboles, haciendo crujir las ramas como un susurro lejano. La sensación de que no estaban solos se hizo presente, una presencia invisible que los observaba desde la oscuridad del bosque. La tensión se hizo palpable. Algunos de los hombres intercambiaron miradas incómodas, otros tantearon el gatillo de sus escopetas con renovada precaución.