Cáliz de Sangre

Capítulo VII

Las luces de los candelabros bañaban la estancia con una calidez engañosa, mientras los invitados charlaban con la confianza de quienes se frecuentan desde hace años. Henry Whitemore, con una copa en la mano, intercambiaba impresiones sobre las últimas finanzas con Nicholas Everleigh, mientras Beatrice se ocupaba de ser la anfitriona con su característica elegancia.

—Fue una buena cacería, después de todo —murmuró uno de los caballeros cercanos a Henry—. Una lástima que algunos tuvieran que regresar a pie.

—Sí, me temo que no hubo caballos suficientes —respondió Henry con indiferencia—. Un descuido que tendremos en cuenta la próxima vez.

—Más que un descuido, diría que es un inconveniente esperado —añadió Nicholas Everleigh—. El bosque de Epping no es precisamente hospitalario cuando cae la noche.

Las risas y murmullos llenaban el salón con una aparente ligereza.

—El mozo de perrera aún no aparece —dijo el conde, y su voz cortó el aire con la precisión de una hoja afilada.

Eleanor, que hasta ese momento solo había escuchado en silencio, sintió cómo un escalofrío le recorría la columna vertebral. Su mirada se posó en su madre, suplicando en silencio que le explicara. Beatrice notó la tensión en los ojos de su hija y, sin mucho alboroto, murmuró junto a su copa.

—Desapareció hace días. Creímos que había regresado antes que nosotros, pero nunca volvió.

Eleanor bajó la mirada, inquieta. Apretó el pañuelo entre los dedos, pero no dijo una palabra. No era apropiado que interviniera en ese tipo de conversación, menos aún entre hombres. Tampoco obtuvo más respuestas. El tema fue rápidamente desplazado por alguna trivialidad de sociedad.

«¿Era cierto?».

«¿Alguien no había vuelto?»

Eleanor fingió escuchar la conversación de las damas, pero su atención estaba puesta en los caballeros. Observó a su padre y a Lord Everleigh inclinados hacia adelante, hablando en un tono más bajo, con Charles ocasionalmente asintiendo.

—Siempre he dicho que esas expediciones son peligrosas. ¿Cómo pueden estar tan seguros de que es solo un extravío? —dijo una de las aristócratas curiosa.

—Los hombres siempre restan importancia a estas cosas —añadió otra, removiendo el té con nerviosismo—. Pero no es la primera vez que alguien desaparece en Epping.

—No exageremos —dijo Lady Everleigh con un gesto desdeñoso—. La mayoría de esos casos son meras habladurías.

—¿Y si no lo son? —insistió la primera dama—. Yo misma siento un malestar cada vez que mi esposo y mis hijos parten hacia el bosque. Es un sitio antiguo, lleno de sombras...

La conversación seguía, pero era como si todo flotara en la superficie, sin tocar fondo. Nadie decía lo que pensaba, y mucho menos lo que temía.

El tema fue desviado rápidamente, pero para la joven Whitemore, las palabras ya habían plantado una semilla de inquietud. La desconexión con su entorno se volvió palpable. Nadie parecía preocuparse realmente por la desaparición en el bosque, como si fuera algo cotidiano, trivial. Incluso su madre, pese al susurro confiado, no mostraba verdadera preocupación. Era desconcertante y, a medida que la charla continuaba, su ansiedad creció. Terminada la velada, y ya sin poder resistir la inquietud que la invadía, Eleanor se excusó y salió hacia el jardín.

Fue en ese momento que, desde la mesa, Nicholas Everleigh, hizo un gesto sutil hacia su hijo. Su señal fue discreta, pero clara, «ve tras Eleanor». Charles, que había estado sumido en su propia conversación, levantó la mirada y, al ver la indicación de su padre, se levantó y se acercó a la joven Whitemore.

El aire frío, húmedo y espeso del jardín la recibió con un cosquilleo helado sobre la piel expuesta del escote. Caminó hasta alejarse lo suficiente del bullicio de la casa. Caminó por la grava con pasos medidos, sintiendo cómo la humedad del anochecer se adhería a su vestido. La luna, velada por nubes caprichosas, teñía de blanco azulado el follaje, y las estatuas de mármol parecían centinelas silenciosos bajo su luz espectral.

Se detuvo al borde del sendero que daba hacia el bosque. Las luces de la casa parecían muy atrás, amortiguadas por la bruma que comenzaba a formarse. Y allí, entre la espesura, creyó ver algo moverse y un escalofrío le recorrió la espalda.

—¿Eleanor?

La voz de Charles la hizo sobresaltarse. Se volvió de inmediato. Él estaba allí, impecable en su porte, aunque su rostro denotaba una sombra de preocupación.

—¿Qué hace aquí afuera sola?

—Necesitaba... pensar —dijo, bajando la mirada.

Charles dio un par de pasos, quedando a su lado. Sus ojos claros buscaban los suyos, pero Eleanor miraba hacia el bosque.

—¿Le preocupa lo del mozo?

Ella asintió.

—¿No le parece extraño? ¿Que un hombre desaparezca y a nadie parezca importarle?

Charles la miró con una leve inclinación de cabeza, acercándose un poco más hacía ella, suspiró cancinamente intentando mantener la calma en su tono.

—El mozo de perrera no es alguien que despierte mayor atención. Al fin y al cabo, pertenece al mundo del servicio. ¿Por qué perturbar esta velada por algo tan... insignificante?




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