Eleanor pasó la noche inquieta, dando vueltas en su cama, con la sensación de que algo acechaba en las sombras. El frío que había sentido en el jardín no la abandonó, como si una parte de la noche se hubiese deslizado bajo su piel. Aún podía evocar la figura que parecía observarla desde la penumbra del bosque de Epping; una silueta sin rostro, inmóvil, expectante.
A pesar de la calma aparente en la mansión Whitemore, algo en el aire se sentía denso, como si los muros contuvieran un secreto que todos evitaban nombrar. Cuando la luz del sol comenzó a filtrarse entre las cortinas, Eleanor se sentó en el borde de su cama, con el cabello desordenado y la mirada perdida. Era un nuevo día, sí, pero su mente seguía atrapada entre las sombras del anterior.
Por un instante, creyó haber soñado todo. Que el bosque, la figura y la sensación de estar siendo observada no eran más que ecos de una imaginación desbordada. Pero bastó cerrar los ojos para que la imagen regresara con una nitidez dolorosa. No lo había imaginado. Y aunque no podía explicarlo, sabía que aquello no había terminado.
El día había comenzado con un cielo grisáceo, el tipo de mañana en que la luz parecía filtrarse con desgano entre las cortinas. Eleanor permanecía sentada frente al tocador, mientras Beatrice ajustaba los lazos del vestido con esa precisión que sólo una madre podía tener. A pesar de la quietud en sus manos, su tono era firme.
—Procura no lucir tan ausente cuando lleguen los Everleigh, Eleanor.
—¿Los Everleigh? —Eleanor se giró apenas, contrariada—. ¿Otra vez? Estuvieron aquí anoche.
Beatrice no respondió de inmediato. Se limitó a alisar una arruga invisible en la tela del corpiño.
—Anoche fue una velada informal —dijo al fin—. Este almuerzo es más... significativo.
—¿Significativo para quién? —replicó Eleanor, sin disimular su molestia—. No entiendo por qué insistimos en verlos día tras día.
—Porque es lo adecuado —respondió su madre con una mirada helada, pero medida—. Porque hay cosas que tú aún no comprendes, pero que yo y tu padre sí.
—Como ¿entregarme a alguien que apenas conozco? —La voz de Eleanor se quebró levemente.
Beatrice se detuvo. La miró a través del espejo con una mezcla de fastidio y afecto reprimido.
—No estás siendo entregada, Eleanor. No somos bárbaros. Conoces a Lord Everleigh desde pequeña. No hables como si fuera un desconocido.
—Lo fue durante años —replicó Eleanor, la voz contenida pero temblorosa—. Compartimos una infancia, sí, pero apenas intercambiamos palabras después de eso. Ya no sé quién es. Y peor aún... él tampoco sabe quién soy yo.
—Solo estamos creando oportunidades para que se fortalezcan ciertos vínculos. Charles es un buen partido —dijo compasiva Beatrice, mientras tomaba de las manos a su hija—.
—No quiero un «buen partido». Quiero... —pero no supo cómo terminar la frase.
Beatrice suspiró, cansada.
—A veces creo que te esfuerzas por complicarlo todo.
—Tal vez porque todo ya es demasiado asfixiante —murmuró Eleanor.
Y sin esperar respuesta, se levantó. La seda del vestido susurró contra el suelo mientras caminaba hacia la puerta.
—¿A dónde vas? —preguntó Beatrice sin alterarse.
—A tomar aire —respondió Eleanor, y abandonó la habitación antes de que su madre pudiera objetarlo.
El jardín lucía quieto, aunque no del todo en calma. Las ramas de los sauces colgaban como cortinas tristes, moviéndose apenas con la brisa. Eleanor caminaba sin rumbo fijo, dejando que la humedad del rocío empapara el dobladillo de su vestido. El cielo seguía encapotado, gris y apagado, como si la mañana se negara a comenzar del todo.
Intentaba no pensar. No en Beatrice, ni en Charles, ni en la insistencia de su padre por estrechar lazos con una familia que no le despertaba más que una educada indiferencia. Pero lo que más deseaba no pensar... era en lo que había sentido la noche anterior.
Eleanor caminó hasta donde la gravilla del sendero desaparecía entre las raíces cubiertas de musgo. El jardín, ordenado y simétrico, quedaba atrás, y ante ella se alzaba el borde salvaje del bosque de Epping, como si una frontera invisible separara lo permitido de lo prohibido. El viento susurraba entre los árboles con una voz que parecía llamarla por su nombre.
Respiró hondo. El aire era distinto allí, más húmedo, más frío, cargado con un perfume terroso que contrastaba con el aroma floral del jardín. Cerró los ojos por un instante y dejó que la brisa le rozara el rostro. Se detuvo. Por un instante, la misma sensación helada que la había estremecido en el jardín volvió a recorrerle la espalda. Miró hacia los árboles, inmóviles bajo la niebla baja que aún no se disipaba. Y aunque no vio movimiento alguno, algo en su interior se tensó.
Se acercó un poco más, cruzando los límites que su madre consideraría inadecuados para una dama a esa hora. Allí, donde los rosales dejaban de crecer y comenzaban los helechos salvajes, Eleanor se quedó quieta, observando.
No sabía qué buscaba exactamente. ¿Una figura? ¿Una sombra? ¿Una señal de que no había sido una ilusión? Pero el bosque, como si jugara con ella, no ofrecía respuestas. Solo un murmullo lejano, como un susurro contenido entre los árboles.