Cáliz de Sangre

Capítulo IX

El viento arremetía contra las altas torres de piedra como si quisiera derribarlas, aunque el castillo resistía, imperturbable, como lo había hecho durante siglos. Las gotas de lluvia golpeaban con furia las gárgolas corroídas que custodiaban los aleros, y se deslizaban por los vitrales ennegrecidos que alguna vez capturaron la luz con devoción.

El bosque de Epping, denso y agitado por la tormenta, se extendía como un océano oscuro más allá de las murallas, separando dos mundos que jamás debieron encontrarse. La bruma se deslizaba entre los troncos como espectros antiguos, y el ulular lejano de un búho rompía, a intervalos, el silencio sepulcral.

Dentro del castillo, la quietud era aún más abrumadora.

La galería principal, larga como un recuerdo interminable, estaba revestida de paneles de madera oscura y gastada. El suelo era de mármol negro veteado de gris, frío como la memoria. Alfombras orientales, descoloridas por el tiempo, amortiguaban el eco de pasos que ya no se oían. Columnas góticas, con capiteles labrados en forma de hiedras que se entrelazaban, sostenían un techo abovedado, donde aún pendían antiguos candelabros de hierro forjado, cubiertos por una capa fina de polvo y telarañas. Las cortinas de terciopelo, pesadas y de un rojo profundo, colgaban como estandartes vencidos a ambos lados de las ventanas.

Una de esas ventanas, alta y angosta, permitía que el destello fugaz de un relámpago iluminara un instante la sala contigua.

Allí, un piano de cola, negro como la medianoche, parecía trazar su propia sombra sobre el parquet ajedrezado. Estaba impecable, como si hubiese sido afinado esa misma mañana. Frente a él, un hombre inmóvil, de espaldas, reposaba las manos sobre las teclas de marfil con la delicadeza de un amante temeroso de tocar la piel ajena. El cabello oscuro le caía en mechones húmedos sobre la nuca, desordenado, como si hubiese atravesado la tormenta sin importarle nada. El sonido del piano se colaba por los pasillos de piedra como un susurro antiguo, como si las paredes mismas lo reconocieran.

Las notas, al principio suaves, contenidas, parecían temblar con cierta melancolía, como si dudaran en existir. Cada una de ellas resonaba en la estancia como una confesión que no se atreve a pronunciarse en voz alta. Eran sonidos hechos de duelo y nostalgia, de un pasado que no se deja enterrar del todo. La melodía se desplegaba sin prisa, como si se tejiera desde la médula misma del silencio.

La tormenta persistía, inclemente. Un relámpago rasgó el cielo en la distancia, y su luz blanca cruzó el salón por un segundo, delineando el perfil del hombre, cuyos ojos permanecían cerrados. No le temía al trueno. Era un huésped más en su mundo lleno de ecos. Una única vela encendida sobre la tapa del piano temblaba con cada nota. No había partitura. La música emergía desde un lugar mucho más profundo que la memoria. Era lenta, dolida, como un suspiro que no termina de morir. No tenía principio ni fin, como si la hubiese estado tocando durante siglos.

Sus manos comenzaron a moverse con una cadencia distinta. La melodía se volvió más profunda, más enraizada. No era una composición cualquiera, sino una plegaria muda, una carta sin destinatario. Las notas se hicieron más ásperas, más urgentes, como si quisiera romper el aire con ellas. Tocaba como quien sangra.

El resto de la habitación respiraba el mismo abandono elegante; estanterías altísimas cubrían las paredes con volúmenes encuadernados en cuero gastado, muchos ilegibles. Un reloj de pie marcaba las diez, pero el péndulo no oscilaba. Los espejos, cubiertos por telas blancas, se negaban a devolver reflejo alguno. Un retrato antiguo, inclinado apenas hacia un lado, mostraba a una mujer de otro tiempo, de otra vida.

La lluvia golpeó más fuerte.

El hombre dejó de tocar. Las manos aún sobre las teclas, pero el sonido se extinguió como si lo hubiese aspirado el propio castillo. El silencio volvió, cargado de presencias que no se veían, pero que habitaban las sombras.

Entonces, se escucharon pasos medidos, suaves, que se detuvieron en la entrada. Una figura mayor, vestida con sobriedad impecable, permaneció allí unos segundos, como si no supiera si hablar. Finalmente, dijo, con voz grave y discreta;

—Lord Ravenshire ha enviado las invitaciones, milord.

No hubo respuesta inmediata. Solo el crepitar de la vela y el retumbar lejano del trueno. El hombre cerró los ojos con fuerza. Como si acabara de sellar un destino.

* * *

Afuera, los árboles se doblegaban bajo la furia del viento. Las raíces se aferraban a la tierra como dedos desesperados que no quieren soltarse. El bosque parecía susurrar secretos antiguos, y cada hoja, cada rama, hablaba un lenguaje que ya nadie recordaba.

Dentro del castillo, las sombras se deslizaban por las paredes como tinta derramada. Una puerta más allá del salón del piano, a través de un corredor flanqueado por armaduras vacías, se abría a una sala apenas iluminada por lámparas de aceite. En el centro, una mesa larga cubierta de mapas, cartas y documentos amarillentos.

Allí, un cuervo disecado custodiaba una de las estanterías. Polvo sobre sus plumas, ojos de vidrio opaco. Todo en ese espacio parecía detenido en el tiempo. En la pared, colgaba un espejo cubierto, distinto de los demás. Bajo la tela que lo ocultaba, algo vibraba, como si supiera que el tiempo se estaba acortando.




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