Cáliz de Sangre

Capítulo X

El despacho de Nicholas Everleigh era, ante todo, un espacio de dominio. Cada objeto, desde los libros perfectamente alineados hasta el reloj de pie que marcaba con precisión un tiempo casi ritual, hablaba de un hombre que no toleraba el desorden ni el azar. La madera oscura de las estanterías parecía absorber la luz dorada de la lámpara de escritorio, lanzando sombras densas sobre el cuero envejecido de los sillones. Un leve aroma a tabaco inglés, añejo y persistente, flotaba en el ambiente, mezclado con el perfume imperceptible del papel antiguo. La chimenea crepitaba con discreción, manteniendo una temperatura confortable, aunque no acogedora. No era una sala que invitara al descanso, sino a la reflexión… o al juicio.

Nicholas se encontraba sentado tras su escritorio de caoba, inmóvil como una figura de mármol, con las manos entrelazadas frente a él. El rostro, parcialmente oculto por las sombras, conservaba la severidad de quien había llevado demasiado tiempo el peso de decisiones difíciles. Sus ojos, sin embargo, se mantenían atentos al umbral, como si presintieran la presencia que se avecinaba antes de que los pasos resonaran en el pasillo.

La puerta se abrió sin estruendo. Charles entró.

Vestía con impecable sobriedad; levita azul oscura, chaleco gris perla, corbata cuidadosamente anudada. El cabello, ligeramente revuelto por la humedad de la tarde, no restaba a su porte, sino que lo dotaba de una arrogancia casual que parecía deliberada. Caminó con la seguridad de quien conoce el terreno, pero su espalda, recta en exceso, delataba cierta tensión.

Nicholas no se movió al verlo. Solo después de que Charles cerró la puerta y avanzó unos pasos, el padre alzó la vista, como si evaluara no al hijo, sino a un emisario llegado con noticias inciertas.

El silencio que siguió fue prolongado, medido. Un diálogo sin palabras, donde el lenguaje residía en los gestos; el tamborileo leve de los dedos de Nicholas sobre la madera, el crujido sutil del cuero al sentarse Charles frente a él, el chasquido casi imperceptible del reloj marcando el paso del tiempo como una sentencia.

—Dime, Charles —dijo finalmente Nicholas, sin necesidad de levantar la voz. Su tono era llano, pero en la llaneza había una expectativa clara—. ¿Cómo va tu acercamiento con la joven Whitemore?

Charles no respondió de inmediato. Tomó unos segundos para descruzar las piernas, acomodarse en el asiento, y solo entonces alzó la mirada.

—Avanza… con cierta dificultad —admitió, con una sonrisa seca, que más que ironía contenía orgullo herido—. Es educada, pero mantiene la distancia. No parece interesada en verme más allá del deber social.

Nicholas asintió levemente, como si la respuesta confirmara algo que ya sabía. No parecía decepcionado, pero tampoco complacido.

—Eleanor no es una muchacha impresionable —murmuró, y su voz bajó apenas un tono, como si le hablara más a la lámpara que a su hijo—. Su madre ha hecho un trabajo excelente en enseñarle a mirar con prudencia.

—Hay otras que no requieren tanto esfuerzo —dijo Charles, con un dejo de hastío, cruzando nuevamente la pierna—. Damas encantadas de unirse a los Everleigh. No entiendo por qué tanto empeño con ella.

Nicholas lo observó durante unos segundos que se hicieron largos. Cuando respondió, su voz fue más firme.

—Porque no se trata solo de ti.

La frase cayó con la contundencia de una piedra lanzada al agua. Y aunque la superficie no se agitó, la onda se extendió en el silencio que la siguió.

Charles no respondió. Se limitó a sostener la mirada de su padre, con una calma que apenas disimulaba la irritación. No era la primera vez que Nicholas usaba ese argumento, pero en esta ocasión, el tono había cambiado. Ya no era una sugerencia, sino una advertencia velada.

—¿Se trata entonces de la familia? —preguntó con voz neutra, aunque su mandíbula se tensó imperceptiblemente—. ¿De mantener las apariencias?

—De conservar lo que aún puede salvarse —replicó Nicholas sin titubear—. Nuestra posición ya no es tan sólida como aparenta. Las inversiones en la India, las acciones en los ferrocarriles… no han rendido lo que prometían.

Charles parpadeó, despacio. Aquello no era del todo inesperado, pero oírlo tan abiertamente de labios de su padre tenía un peso distinto. Siempre había sospechado que los números no cerraban, que los salones cada vez más vacíos y las cenas más modestas no eran una simple elección estética, sino una necesidad. Pero Nicholas jamás lo había dicho con tal franqueza.

—La familia Whitemore, en cambio —continuó Nicholas, con una pausa deliberada—, es una de las más antiguas e influyentes del país. Su fortuna permanece intacta desde generaciones. Y Eleanor… es su única heredera.

El fuego crepitó tras sus palabras, como si el aire hubiera adquirido de pronto una densidad mayor. Charles desvió la mirada hacia las llamas, que danzaban en un vaivén hipnótico sobre los leños. Recordó entonces los jardines de la casa Whitemore, los setos recortados con precisión, la fuente en el centro, y a Eleanor, recogiendo flores sin saber que alguien la observaba.

—No es un mal partido —dijo al fin, con una sonrisa que no le alcanzó los ojos—. Pero si ella no muestra interés…

Nicholas se inclinó hacia adelante, apenas, pero con la exactitud de quien mueve una pieza clave en un tablero.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.