Charles recorrió el camino de grava que conducía a la mansión Whitemore, acompañado solo por el crujido de sus botas y el peso de la capa que llevaba doblada sobre su brazo. La piel de lobo blanco, suave al tacto y de un brillo perlado, era fruto de la cacería matinal, y descansaba con elegante quietud como un trofeo de propósito velado. Supervisó personalmente el trabajo de los peleteros, asegurándose de que la confección fuese digna de Eleanor.
El sonido de los cascos de su caballo aún flotaba en el aire cuando un sirviente se apresuró a recibirlo. Poco después, los Condes Whitemore lo saludaron en el gran salón con la cortesía habitual. Beatrice, siempre impecable, le dedicó una sonrisa afectuosa, mientras Henry le estrechaba la mano con la gravedad propia de quien veía en él algo más que un huésped. Conversaron brevemente sobre la temporada de caza, los preparativos para el próximo baile y las visitas diplomáticas del mes. Charles aceptó un brandy sin mostrar prisa, aguardando el momento propicio para preguntar por Eleanor.
—Está en los jardines —dijo Beatrice, con un matiz de ternura que no pasó desapercibido—. Pasa mucho tiempo allí últimamente.
Agradeció la información y se dirigió al exterior.
El jardín de los Whitemore, vasto y armonioso, estaba bordeado por árboles centenarios cuyas ramas se mecían al ritmo de una brisa primaveral. Las fuentes de mármol reflejaban la luz dorada de la tarde, y los rosales comenzaban a abrir sus primeras flores. Charles caminó entre los senderos de piedra, buscando con la mirada aquella figura que, desde la distancia, aún se le antojaba inaccesible.
La encontró junto a una de las fuentes, de espaldas a él, la mirada perdida en el agua. El vestido azul que llevaba se fundía con la luz del cielo, y su cabello, suelto en una trenza descuidada, capturaba los últimos destellos del día.
—Siempre te ha gustado este lugar —comentó al acercarse.
Eleanor se giró con lentitud. Aunque la sorpresa asomó en su rostro, no hubo agrado ni molestia. Solo una calma contenida que no permitía adivinar sus pensamientos.
—Aquí es donde más puedo pensar en paz —respondió con simpleza.
Charles sonrió con un gesto que pretendía cercanía, y extendió la capa entre sus manos.
—He traído esto para ti —dijo—. Es cálida y elegante.
Eleanor bajó la vista. Sus dedos rozaron la piel con cautela, como si aquel contacto le produjera más incomodidad que curiosidad.
—Es piel de lobo.
—Sí. Un magnífico ejemplar que cazamos esta mañana. Pensé que te gustaría.
Ella apartó la mano, y aunque su gesto fue mínimo, la tensión en sus hombros lo dijo todo.
—Sabes que no disfruto de la caza como deporte. Matar por simple entretenimiento me parece… innecesario.
Charles sostuvo su mirada unos segundos antes de responder. Sabía que no sería fácil. Con Eleanor, nunca lo era.
—Lo recuerdo —dijo al fin—. También recuerdo cuando eras niña y te asustaba el sonido de los disparos. Corrías a esconderte tras mi padre, y yo tenía que buscarte entre los rosales.
Ella pestañeó. La nostalgia la alcanzó por un instante.
—Eso fue hace mucho tiempo.
—No tanto —insistió con una media sonrisa—. No lo admitirás, pero siempre te sentiste segura conmigo.
Charles acortó la distancia, esta vez con más cuidado. Con la destreza de quien conoce los gestos de la otra persona, colocó la capa sobre sus hombros. La piel blanca resbaló sobre la tela del vestido con una suavidad que contrastaba con la rigidez de Eleanor. Sus manos se demoraron apenas, ajustando el borde con delicadeza. Ella no se movió, aunque su expresión seguía cerrada.
—Me recordó a las historias que nos contaban cuando éramos niños. Aquellas noches en las que nos escondíamos en la biblioteca de tu padre y fingíamos ser exploradores en tierras lejanas. ¿Lo recuerdas?
Eleanor lo observó con cierta incredulidad, como si la memoria se hubiese colado por una rendija que ella había cerrado hace tiempo.
—Nos creíamos intrépidos —murmuró.
—Y lo éramos. O al menos eso pensábamos. Yo siempre decía que domaría a un lobo blanco, y tú insistías en que los lobos no debían ser domados, sino respetados.
Ella desvió la mirada hacia la fuente. La capa aún reposaba sobre sus hombros. No se la quitó.
—Espero que al menos te mantenga abrigada —añadió Charles, con un tono más bajo, casi íntimo.
Eleanor no respondió. El viento sopló entre ellos, levantando apenas los bordes del dobladillo de su vestido. En el silencio que siguió, Charles la miró con la convicción del estratega que reconoce que el primer movimiento ya fue hecho. No había ganado aún… pero tampoco había perdido.
La capa de piel blanca pesaba sobre sus hombros, tibia, suave, y, sin embargo, cargada de un simbolismo que no lograba apartar del pecho.
No dijo nada más. Ni cuando Charles se despidió con una inclinación cortés, ni cuando los pasos de él se alejaron sobre la grava.
Poco después, ya en su habitación, apenas iluminada por los últimos reflejos de la tarde que se filtraban por el visillo de encaje. Eleanor permanecía sentada frente al tocador, con las manos apoyadas sobre el regazo y la mirada fija en la capa de piel de lobo blanco que descansaba sobre la silla cercana. El blanco perlado brillaba como un recuerdo incómodo, demasiado presente para ser ignorado.