Las puertas del gran salón se abrieron como si dieran paso a otro mundo.
Eleanor dio un paso al interior del castillo de los Ravenshire, envuelta en el murmullo de las conversaciones, el tintinear de copas de cristal y la música que flotaba como un velo dorado por encima de los invitados. El aire estaba cargado de perfumes dulces, flores frescas y el sutil aroma de las velas encendidas, cuyas llamas titilaban sobre candelabros suspendidos como estrellas domesticadas.
Los pisos de mármol reflejaban los pasos de las figuras danzantes. Todo parecía brillar, los vestidos en tonos esmeralda, zafiro, dorado; los bordados que atrapaban la luz como si cada movimiento fuera parte de una coreografía secreta. Las máscaras —aves, ciervos, félidos dorados— ocultaban rostros conocidos y al mismo tiempo los hacían nuevos. Cada mirada era un enigma. Cada sonrisa, una promesa no dicha.
A su lado, Beatrice avanzaba con paso elegante, saludando con una leve inclinación de cabeza a quienes la reconocían detrás de su máscara de encaje. Henry caminaba unos pasos más adelante, rígido, con el ceño apenas fruncido, como si toda aquella ostentación le resultara una prueba más que un deleite.
Eleanor descendió los escalones de la entrada como si atravesara un umbral invisible. El vestido borgoña se ceñía a su figura con una cadencia sutil, casi líquida, como si la tela supiera cómo moverse antes que ella. El corsé alto realzaba su postura, y la falda, de varias capas de gasa y seda, se abría a su alrededor como una flor al caer la noche. La máscara de cierva blanca, delicada y serena, ocultaba apenas lo necesario, permitiendo que sus labios y la curva de su cuello quedaran expuestos a la mirada ajena.
Un susurro recorrió el vestíbulo cuando hizo su aparición. No fue un murmullo escandaloso ni evidente, sino esa clase de reacción que recorre los círculos nobles cuando alguien ha cambiado sin pedir permiso. Algunos se inclinaban, otros comentaban, muchos simplemente la observaban, sin saber exactamente qué los había detenido.
Henry, que hasta ese momento parecía impaciente, se volvió a verla. Sus ojos se demoraron un instante más de lo habitual. Hubo algo en su mirada —ni orgullo ni emoción exactamente—, sino una especie de reconocimiento inesperado. Como si por un instante hubiese visto en ella no solo a su hija, sino a una joven que ya no le pertenecía por entero.
Beatrice, sin decir palabra, le rozó suavemente el brazo, como quien conoce el silencio de otro mejor que sus palabras.
Y así, entre saludos y reverencias, Eleanor se internó en el salón. El baile había comenzado.
Desde lo alto, oculto entre columnas y penumbras, el duque observaba. La máscara de lobo negro cubría su rostro con elegancia oscura, los detalles plateados capturaban la luz como si fuesen afiladas centellas de luna. No hablaba. No se movía. Ni siquiera parecía respirar.
El salón entero se desplegaba bajo él como una pintura viva; nobles enmascarados girando en círculos coreografiados, risas apagadas por la música, abanicos que ocultaban frases susurradas. Pero para él, todo eso era ruido distante, un escenario sin sentido.
Hasta que la vio.
Bajaba las escaleras con la serenidad de quien sabe que el mundo la mira. El vestido borgoña abrazaba su figura con una gracia que rozaba lo sagrado. No necesitaba máscara para ser un enigma. Ya lo era en su piel, en la forma en que se detenía un instante antes de dar el siguiente paso, como si escuchara algo que los demás no podían oír.
Ella cruzó el umbral del salón y entonces él se tensó. Porque alguien más la había visto también.
Un hombre de porte distinguido, con una máscara de ciervo en bronce y astas doradas, se adelantó entre los presentes. Su andar era seguro, elegante, el tipo de modales cultivados para la corte y los salones. Se inclinó ante Eleanor con cortesía, un gesto impecable que, sin embargo, despertó algo abrupto e irracional en el pecho de Demian.
Lo sintió como una amenaza. Como un ultraje.
Un brillo extraño le cruzó la mirada tras la máscara. No era celos. Era hambre.
El instinto se encendió en él sin permiso, como un fuego antiguo que dormía bajo las ruinas del control. No soportaba la idea de otro tan cerca. No cuando ella aún no lo había mirado a él. No cuando su presencia —suya, de verdad— aún no había sido pronunciada en ese cuerpo de porcelana que descendía hacia los brazos del mundo.
Y sin pensarlo más, se deslizó entre las sombras.
Porque esa noche, aunque el mundo estuviera lleno de máscaras… ella lo vería.
La música flotaba como un susurro elegante entre los candelabros encendidos, mientras las máscaras giraban bajo la luz cálida de las lámparas de cristal. Eleanor apenas había cruzado el umbral del salón cuando sintió que el aire se espesaba a su alrededor. No era opresivo, pero sí expectante, como si todos los ojos —ocultos tras sus disfraces— buscaran una historia que contar con la mirada.
Avanzó con paso firme, el vestido borgoña acariciándole los tobillos como una lengua de terciopelo oscuro. El encaje dorado de los guantes se aferraba a sus muñecas con la misma determinación que ella sostenía la postura. Su máscara de cierva blanca parecía más un emblema que un disfraz, y, sin embargo, se sentía extrañamente desnuda bajo su protección.