Cáliz de Sangre

Capítulo XV

La luz tenue del amanecer se colaba entre las cortinas de encaje, tiñendo la habitación de Eleanor con tonos marfil y ámbar. Un silencio casi sacro flotaba en el aire, apenas interrumpido por el susurro del viento que jugaba con los postigos del ventanal. El calor apacible de un cuerpo pequeño la anclaba al presente. Enroscado a sus pies, ronroneaba con suavidad, como si también él estuviese procesando los ecos de la noche anterior.

Eleanor abrió los ojos lentamente. No había soñado —o si lo había hecho, los fragmentos se le escapaban como agua entre los dedos— pero algo persistía en su pecho, una inquietud palpitante, una especie de ansiedad dulce que no lograba nombrar. Se incorporó con pereza, cubriéndose los hombros con el chal que había dejado junto a la almohada. El pequeño peludo levantó la cabeza al sentir el movimiento y la observó con sus ojos almendrados, expectantes.

—No hagas ruido —le susurró mientras se levantaba.

Un golpe suave, como un sueño premonitorio impactó en la puerta la hizo girar.

—Eleanor, ¿estás despierta? —La voz de su madre, amable, apenas audible a través de la madera.

Eleanor corrió hacia el balcón y abrió el ventanal. Una ráfaga fresca inundó la estancia. El gato, obediente como si entendiera la urgencia, dio un salto ágil hacia la baranda y desapareció entre las ramas bajas del jardín.

—Un momento —respondió la joven, volviendo sobre sus pasos.

Al abrir la puerta, se encontró con Beatrice ya vestida para el desayuno, envuelta en un tono pastel que hacía juego con su peinado delicado. Su expresión era serena, aunque sus ojos escudriñaban con la natural agudeza de una madre.

—Buenos días, querida. Pensé que podríamos desayunar juntas esta mañana. ¿Te parece bien?

Eleanor asintió, algo sorprendida por la invitación, pero agradecida por la familiaridad de aquel gesto.

—Sí, claro. Deme unos minutos, madre.

—Te espero abajo —sonrió Beatrice—. Hay cosas de las que me gustaría hablar contigo.

La puerta se cerró suavemente tras ella. Eleanor, sola otra vez, respiró hondo. No podía evitar preguntarse si su madre había notado algo... en ella, en su voz, en su mirada. El peso aún impreciso del recuerdo del baile seguía instalado en su pecho como una joya extraviada; brillante, imposible de ignorar, pero escondida en el forro de la memoria.

Se peinó el cabello frente al espejo sin mirarse demasiado. Luego descendió por las escaleras, preparándose para una conversación que, intuía, la obligaría a hablar de cosas que aún no se atrevía a comprender.

La luz matutina entraba a raudales en el comedor, suavizada por los visillos que ondeaban con la brisa primaveral. La vajilla de porcelana descansaba sobre un mantel bordado, y el aroma del pan recién horneado se entremezclaba con el de las infusiones seleccionadas por la señora Whitemore. Beatrice servía el té con la gracia serena de quien domina cada gesto, como si en ese ritual se cifrara la armonía de su mundo.

Eleanor se sentó frente a ella. La taza humeante entre sus dedos le daba una excusa para evitar el contacto visual.

—Dormiste más de lo habitual esta mañana —comentó su madre con tono casual, mientras colocaba un poco de mermelada sobre una tostada—. Supongo que la noche fue más intensa de lo que esperabas.

—Fue... diferente —respondió Eleanor, sin alzar demasiado la voz.

Beatrice la observó de soslayo, sin apremiarla. Dio un sorbo a su té antes de hablar de nuevo.

—¿Lord Everleigh se disculpó contigo?

Eleanor alzó la mirada, sorprendida. No por la pregunta, sino por la forma amable en que había sido formulada. No había juicio en las palabras, solo curiosidad.

—Lo hizo. Anoche, al final del baile.

Beatrice asintió con lentitud.

—Me alegra saberlo. Aunque creo que no bastará con una disculpa si sus acciones no cambian. —Hizo una pausa breve y luego, con voz más suave, añadió—; ¿Te sentiste incómoda con él?

Eleanor bajó la vista hacia su taza. La cucharilla tembló apenas entre sus dedos.

—Sí. Me sentí invadida.

La confesión fue un susurro, pero bastó. Beatrice dejó la taza sobre el platillo con cuidado y tomó aire con delicadeza. No era una mujer dada a la confrontación, pero conocía los matices del mundo en que vivían.

—A veces los hombres confunden la pasión con el derecho —dijo, con un dejo de amargura que no era común en ella—. Me gustaría que hablaras conmigo si vuelve a suceder algo así. No estás sola, Eleanor —Beatrice en un movimiento instintivamente maternal, sostuvo las manos de su hija y les dio un leve apretón.

La joven asintió en silencio. Por un momento, el silencio se instaló entre ambas, no como un muro, sino como un lazo tenso.

Beatrice se enderezó un poco, cambiando el tono de la conversación;

—Debo admitir que hay algo que me intriga más que el comportamiento del joven Everleigh... —Una sonrisa cómplice curvó sus labios—. Ese misterioso enmascarado con el que bailaste. El de la máscara de lobo.

Eleanor sintió un estremecimiento, leve pero inconfundible. No quería que su madre preguntara demasiado. Y, sin embargo, parte de ella ansiaba una respuesta que ni siquiera sabía cómo formular. Fingió una mueca divertida.




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