Cáliz de Sangre

Capítulo XVI — Parte I

El castillo se alzaba inmóvil bajo la bruma, con sus torres dormidas y los muros respirando un silencio antiguo. El carruaje se detuvo sin que nadie lo anunciara. Demian descendió solo, envuelto en un abrigo negro que la niebla no se atrevió a atravesar. La noche era densa, pero no tanto como la sombra que lo seguía desde el baile.

No deseaba compañía. Había decidido volver antes, sin aviso, sin palabras. El cochero lo había mirado una sola vez, a través del espejo empañado, pero no se atrevió a hablar. Algo en el rostro de su amo —o en su silencio— bastaba para clausurar cualquier intento de cercanía.

Demian no cruzó el vestíbulo principal. Tomó la escalera lateral, aquella que los criados evitaban, como si también respetaran la memoria que se enquistaba en esos peldaños. Sus pasos eran suaves, como si temiera despertar algo más antiguo que el sueño.

El pasillo estaba en penumbra. Todas las puertas cerradas, alineadas como tumbas nobles. Se detuvo frente a una en particular. La cerradura, cubierta de polvo, le respondió con un suspiro oxidado cuando giró la llave. Aquella llave, que no había tocado en décadas.

El interior olía a ausencia. A perfume marchito y tiempo detenido. El aire estaba espeso, cargado de un recuerdo que no necesitaba forma para doler. No encendió la lámpara. La oscuridad parecía más honesta.

La habitación seguía intacta, las cortinas cerradas, el espejo cubierto por una tela bordada, el tocador con peinetas alineadas como si aún esperaran unas manos que no volverían, los lazos de satén para el cabello. En la silla a un lado del tocador, descansaba un vestido delicado de color blanco marfil, sin terminar, faltaban perlas, puntillas, arreglos de encajes y unos cuantos botones por coser, parecía que todo dormía profundamente en aquella habitación. El polvo lo cubría todo, pero no lograba borrar la huella de quien había vivido allí.

Demian no cruzó el umbral. Se quedó de pie, como si un paso más fuera profanar lo irrecuperable. Una imagen cruzó su mente, unos ojos, una risa lejana, el tacto de unos dedos deslizándose por su mejilla. Fue un relámpago fugaz. No necesitaba más.

La herida no era el recuerdo. Era el regreso.

Y entonces, lo sintió. Esa mujer… la del baile. No había sido solo belleza lo que lo perturbó. Había algo en ella que no pertenecía al presente. Algo en la curva de su cuello, en la manera en que alzaba la vista como si escuchara voces que ya no existían. No podía explicarlo. Solo sabía que el tiempo —ese viejo sirviente obediente— se le había revelado con el rostro de una mujer que no debería existir.




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