La noche se había deslizado sin permiso entre las rendijas del castillo, devorando con lentitud cada rincón encendido. La lámpara del estudio aún parpadeaba con obstinación, aunque la llama parecía fatigada, como si adivinara la derrota inminente frente a las sombras. Él llevaba horas allí, entre páginas viejas y pensamientos aún más antiguos. Los libros abiertos sobre el escritorio no retenían ya su atención; su mirada se desviaba con frecuencia hacia la caja que reposaba junto al ventanal, muda y paciente.
La caja. Aquella reliquia sellada por el tiempo y la culpa. Dentro, el pasado le hablaba con voz temblorosa; el aroma a flores secas, los bordes de una carta desgastada, un lazo de terciopelo pálido. Lo había intentado todo para no mirarla, para ignorar su presencia, pero algo en ella parecía respirar, latir todavía.
Entonces ocurrió.
Un murmullo. Apenas un suspiro sostenido por el viento. Se irguió con lentitud, tenso. Pensó que había sido su mente, ese eco perpetuo que lo acechaba cuando el silencio se volvía demasiado largo. Pero la voz volvió, esta vez más clara, más viva.
«Demian…».
Quiso creer que no era imaginación ni deseo disfrazado. Aquella voz provenía del corredor, o tal vez del corazón mismo del castillo. Una risa le siguió, leve, como el tañido lejano de una campana rota.
«Ven…».
El sonido le caló hasta los huesos. Algo antiguo se quebró en su interior. La silla cayó al suelo sin que él lo notara. Ya estaba corriendo.
Atravesó el estudio, el corredor de retratos velados, los arcos que olían a piedra húmeda y secretos callados. Sus pisadas resonaban entre los muros como si despertaran a los espectros dormidos. Bajó las escaleras con la velocidad del pánico, no por miedo, sino por urgencia. Como si el tiempo pudiera cerrarse de pronto, tragarse lo que quedaba de esa voz, y dejarlo solo. Otra vez.
La puerta principal cedió con un crujido herido. Afuera, la noche era amplia y desnuda. No llovía, pero el aire era denso, preñado de humedad y musgo. El cielo se extendía oscuro, sin estrellas. Solo una luna oblicua, desdibujada por una bruma espectral, colgaba sobre los árboles del bosque de Epping como un ojo que todo lo veía, impasible.
«Ven conmigo…»
Corrió. Las ramas se abrían a su paso, como si el bosque reconociera sus pasos. La voz avanzaba delante de él, susurrando entre hojas y raíces, guiándolo como un perfume que se deja seguir. A veces reía, a veces lo llamaba. Siempre con dulzura. Siempre con una pena escondida.
No pensaba. No razonaba. Solo respondía a ese llamado imposible.
Hasta que la voz se extinguió. De pronto, como un hilo cortado.
Y allí estaba.
En medio del claro, una figura se recortaba entre las sombras, sentada sobre una roca, abrazándose a sí misma como quien busca calor en su propio cuerpo. La luz grisácea de la luna caía sobre ella con una ternura casi cruel. No se movía, pero respiraba.
Él se quedó inmóvil. Algo en su pecho pareció cerrarse, como si el tiempo lo empujara hacia un recuerdo demasiado vivo. No sabía quién era. No podía saberlo. Pero la imagen se superponía en su mente con una precisión que dolía. El mismo cabello oscuro. La curva del cuello. Esa forma de estar sola, como si el mundo entero le pesara sobre los hombros.
Y un gesto mínimo —el modo en que alzó la cabeza para mirar la luna— lo atravesó como un puñal. Catherine solía hacerlo. Exactamente así.
«¿Era ella?».
«¿Era el pasado, volviendo con un nuevo rostro?».
Sintió que la sangre —¿sangre?— le ardía bajo la piel. Sus sentidos se agudizaron de golpe; el sonido tenue de una respiración, el aroma tibio y humano que emanaba de la figura, como una melodía secreta. Cerró los ojos. No podía acercarse. No debía.
La confusión lo envolvía como una niebla espesa. No era solo deseo. Era algo más. Una certeza que se escurría entre los dedos.
Permaneció oculto entre los árboles hasta que la figura se puso de pie y desapareció entre los senderos, como si nunca hubiera estado allí. Él no la siguió. No esa noche.
Regresó al castillo con pasos pesados. No encendió ninguna luz. No subió al estudio. Se quedó en la sala baja, donde el fuego ya se había extinguido, y cerró los ojos.
Entonces la imagen regresó. No como un recuerdo, sino como una presencia. No podía entenderla, pero necesitaba saber. Se permitió algo que no solía hacer. No desde hacía mucho. Con un gesto apenas perceptible, invocó aquello que dormía en lo más hondo de su ser. Y se deslizó —sin tocarla, sin verla— dentro de un sueño ajeno.
Ella dormía.
Y él entró.
En el sueño, su sombra se acercó a la de ella… sin nombre, sin rostro, pero más real que cualquier amanecer.