Cáliz de Sangre

Capítulo XVII — Parte I

El chirrido metálico de la puerta no bastó para aplacar el zumbido que le latía en las sienes. Julius entró en su estudio cuando el reloj marcaba las nueve. Cerró la puerta tras de sí con un movimiento seco, dejó el sombrero sobre la repisa con más violencia de la necesaria. Avanzó entre las sombras como si fuera un intruso en su propia guarida.

Encendió la lámpara. La luz cálida recortó los ángulos de su rostro tenso, revelando el brillo húmedo en sus ojos. Se quitó los guantes con lentitud quirúrgica, como si pelara una segunda piel, y estiró los dedos, tensos como alambres fríos.

Sobre la mesa, entre instrumentos médicos y un frasco de tintura de valeriana, lo esperaba su otro cuaderno. No el de diagnósticos. No el de informes clínicos. Este era distinto. Este lo habría sólo cuando algo —o alguien— escapaba a su clasificación.

Se sentó y buscó entre los lápices de carbón. Su mano se movió con decisión, como guiada por un impulso anterior a toda lógica. Trazó primero el contorno del rostro, delineando una mandíbula serena, una nariz fina, casi orgullosa. Luego, los labios. Tardó más con ellos. No eran sensuales. Tampoco inocentes. Eran exactos. Contenidos. Como si supieran más de lo que decían. Dibujó el azul de los ojos —o lo que recordaba como azul— con capas de sombra. Y el cabello, tan negro que parecía absorber la luz, con mechones que la brisa había desordenado ese día.

El primer retrato no bastó. Lo dejó a un lado. Luego otro. Otro. Otro. Cinco bocetos en total. Ninguno exacto. Ninguno… ella. En todos era y no era. Como un síntoma que no terminaba de revelarse. Se recostó en la silla y cerró los ojos. Quería oírla de nuevo. Reproducir la escena mentalmente, como si repasara un procedimiento fallido. Y entonces recordó, con una nitidez que lo sacudió.

No le había preguntado su nombre. La revelación lo golpeó con fuerza.

—Imbécil —susurró entre dientes.

El error no era técnico. Era personal. Una omisión que no se perdonaba ni en sus peores noches. Se inclinó hacia adelante, apoyó las palmas contra la mesa. Los nudillos, blancos de presión.

«Inaceptable».

Arrugó uno de los retratos con una lentitud deliberada y lo arrojó al fuego. Lo vio consumirse. Pero su rostro —el de ella— persistía. En su memoria, en sus dedos, en la tensión insaciable de su pecho. Las llamas ardían. Pero ella no. Ella se quedaba. Desabrochó el cuello con torpeza. Sentía que incluso el tejido lo acusaba.

Tomó otra hoja. Esta vez no era arte. Era disección.

Cabello: Negro azabache. Ondulado, espesor medio. Posiblemente sedoso al tacto.

Ojos: Azul profundo. Observadores. Ligeramente almendrados.

Piel: Muy clara. Sin mácula. Rubor natural en mejillas.

Edad aproximada: Entre 18 y 22 años.

Altura estimada: 1,60 m.

Vestimenta: Abrigo gris perla. Ribetes blancos. Guantes de encaje. Broche de plata.

Voz: Suave. Aún no registrada con precisión. Debe confirmarse.

Subrayó esa última línea con pulso quirúrgico. Como si al hacerlo sellara un informe inconcluso.
No era solo una observación médica. Era una deuda.

La próxima vez no habría omisiones. Ni su nombre, ni su voz, ni su historia. No se permitiría el más mínimo desliz. Ya lo había hecho una vez, y ese error le había calado en el estómago como una espina mal enterrada. Lo inefable siempre había representado un reto, pero ahora era una provocación personal. Y él no toleraba los vacíos. No en sus archivos. No en su memoria. Y mucho menos en sí mismo.

Lentamente, cerró la hoja con la descripción clínica y desvió la mirada hacia la vitrina que ocupaba el costado este del estudio. Era su colección más privada. Más íntima. Decenas de mariposas disecadas se alineaban bajo el cristal, inmóviles en su perfección detenida, con las alas extendidas como si aún estuvieran en pleno vuelo. Catalogadas con esmero. Latín, región, fecha de captura. Un orden absoluto que convertía el caos de la naturaleza en algo comprensible. Hermoso. Dominado.

Se puso de pie. Cada paso parecía medido. Frente a la vitrina, sus ojos recorrieron las filas como un entomólogo eligiendo un nuevo trofeo. Sin embargo, ninguna se parecía a la imagen que se había instalado en su mente. Aquella criatura… aquella mujer. No podía ser contenida en ninguna clasificación conocida. Y, sin embargo, sentía la urgente necesidad de conservarla.

Regresó al escritorio. Extrajo una hoja limpia de su cuaderno de bocetos —el que no mostraba a nadie— y eligió un lápiz de punta precisa. El trazo comenzó suave, casi con reverencia. Las alas nacieron primero, como debía ser. Una estructura delgada, de contornos sinuosos, pero simétricos. El borde, oscuro, definido con la misma nitidez con que ella lo había mirado esa tarde. En el interior, un azul profundo, casi eléctrico, igual al reflejo que se ocultaba en sus ojos. Y manchas blancas, distribuidas con intencionalidad, como si fueran signos secretos o código de un lenguaje extinto. Cada línea era deliberada. Ningún movimiento era errático. Lo que sus dedos trazaban era más que un dibujo, era un intento de fijar lo inasible.

Cuando terminó, apoyó el lápiz junto a la hoja. La observó en silencio por varios minutos. Esa mariposa no existía en ningún registro científico. No provenía de ninguna selva remota ni de tierras exóticas. Había nacido en su mente, incubada por una mirada, por el roce fugaz de una presencia que no podía replicar.




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