Cáliz de Sangre

Capítulo XVII — Parte II

La ciudad olía a carbón, humedad y desesperanza. Las farolas de gas teñían de ámbar las calles mojadas, y el lodo se acumulaba en los bordes de los callejones, mezclado con hollín y mugre. Julius caminaba con paso firme, sin llamar la atención. Había cambiado su abrigo habitual por uno más oscuro, más anónimo, y mantenía el sombrero bajo, ocultando parte del rostro. No era su primera vez allí.

Cerca de Seven Dials, donde las sombras eran más densas y los rostros más delgados, se detenía en puntos específicos; una panadería abandonada, la reja rota de una herrería, el rincón tras el mercado de frutas. Allí, los chicos lo conocían. O, mejor dicho, conocían sus monedas.

—¿La viste? —preguntaba en voz baja, con una imagen trazada a mano enrollada entre sus dedos enguantados.

Niños de ocho, diez, tal vez doce años, salían de la oscuridad como ratas de iglesia, con los dedos sucios y las miradas vivaces. No hablaban mucho. Solo asentían o negaban, y Julius les dejaba una moneda en la palma, junto con una descripción verbal más precisa.

—Cabello negro, piel clara, guantes blancos, ojos azules. Se la vio en el hipódromo de Richmond. No iba sola.

—¿Tiene acento? —le preguntó uno de los niños.

—No. Pero su voz… es educada. Una dama, probablemente —respondía Julius, casi con un dejo de ironía amarga.

Los niños se dispersaban rápido. Volvían al día siguiente con noticias falsas, descripciones aproximadas. A veces, con dibujos horribles de otras mujeres. Julius los escuchaba igual, con paciencia quirúrgica, filtrando los datos con mente fría, aunque por dentro cada intento fallido le desgarraba un poco más la compostura.

No toleraba los errores. Ni los propios ni los ajenos.

A la mañana siguiente, volvió a su estudio. Hacía días que no atendía pacientes. Un criado golpeó la puerta, anunciando que una invitación formal había llegado para él; una velada en casa de los Marchant, donde se trataría la salud mental femenina y las crisis nerviosas en la alta sociedad. Un tema delicado, pero que él manejaba con soltura clínica.

Sonrió apenas.

«Por fin».

Era una oportunidad, no solo para hablar, sino para observar, para identificar rostros y para oír nombres.

Aquella muchacha del hipódromo podía ser cualquiera de ellas. Cualquiera de esas muñecas bien vestidas que paseaban de evento en evento con sus sonrisas de porcelana.

Pero él la reconocería. Y cuando lo hiciera, todo encajaría.

* * *

La mansión rebosaba de perfume, risas agudas y el sonido delicado de copas de cristal. Los salones se habían engalanado con cortinados de seda y lámparas colgantes que arrojaban destellos cálidos sobre rostros impecablemente maquillados. Las mujeres lucían vestidos de tonos pastel, joyas discretas y abanicos que decían más que sus labios. Los hombres —en su mayoría miembros de la nobleza o allegados a ella— conversaban en pequeños grupos, con ese aire satisfecho que solo otorga el privilegio heredado.

Julius no pertenecía a ninguno de esos círculos, pero todos lo miraban. Estaba acostumbrado. No era noble, no poseía título o terrenos, solo una gran inteligencia y sabiduría para la farmacología y la anatomía. Él era útil. Y en ese mundo, la utilidad era una forma moderna de poder.

Vestía con sobriedad, pero con elegancia; levita negra, chaleco de brocado oscuro, reloj de bolsillo que jamás consultaba. Saludaba con la inclinación justa, hablaba poco y escuchaba mucho. Observaba más aún.

Se presentó ante la anfitriona, Lady Marchant, con una sonrisa amable y una postura impecable. Ella lo condujo a un pequeño círculo de conversación, donde se discutía —entre risitas y preocupaciones fingidas— la creciente debilidad nerviosa de algunas jóvenes aristócratas.

—No sé qué ocurre —decía una duquesa mayor—, antes las niñas no se desmayaban tanto… ahora lo hacen por todo. ¿El mundo moderno, tal vez?

—Tal vez los corsés demasiado ajustados, milady —intervino Julius con una sonrisa suave.

Algunas damas rieron, ya había ganado terreno. Pero sus ojos y sus pensamientos estaban en otra parte.

Pasaban doncellas, debutantes, esposas jóvenes, damas viudas. Las miraba sin disimulo, pero sin deseo. Las estudiaba. Analizaba pómulos, tonos de piel, el corte del cabello bajo los peinados elaborados. Cada vez que el azul de unos ojos le recordaba a los del hipódromo, una tensión sorda se apretaba en su mandíbula.

«No era ella».

«Ella tampoco».

Al día siguiente, asistiría a un té en la residencia de los Ravenshire, con motivo benéfico para la recuperación de soldados heridos. También había sido invitado. Sabía que la aristocracia usaba esos eventos para aparentar generosidad sin involucrarse realmente.

Pero era un nuevo escenario. Un nuevo tablero de ajedrez.

Mientras tanto, en su casa, seguía pintando.

No rostros completos. Partes. El trazo de la nariz, la curva de la boca, el color del iris y la luz que caía sobre sus pestañas.

Tenía su rostro en fragmentos. Como una autopsia al revés. Desarmaba su memoria para reconstruirla mejor. Y la necesidad de ponerle un nombre ya no era una curiosidad. Era una urgencia.




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