Cáliz de Sangre

Capítulo XVIII

La brisa que entraba por la ventana olía a tierra húmeda y a rosas recién abiertas. Las cortinas de terciopelo carmesí se mecían suavemente con un ritmo hipnótico, como si marcaran el pulso de un corazón invisible. La habitación estaba envuelta en una penumbra dorada; la luz de las velas bailaba sobre muros de piedra, sobre tapices bordados con hilos dorados que narraban escenas antiguas de caza y cortejo. Sobre la repisa de la chimenea, un fuego bajo crepitaba con un aroma dulzón, como madera impregnada de resina y canela.

Todo le resultaba vagamente conocido, pero ajeno. No era su cuarto… y, sin embargo, no sentía temor. Solo una calma tensa, como si el silencio estuviera a punto de quebrarse.

Estaba de pie, descalza, vestida con un camisón de lino antiguo que rozaba el suelo y le ceñía la cintura con una cinta color marfil. Sus manos temblaban apenas. La piel le parecía más pálida, más fina. No reconocía del todo el peso de su cuerpo.

El reloj marcó las once con un sonido lejano, casi sumergido bajo el murmullo del viento. Y entonces lo oyó. Un roce en la barandilla del balcón, el leve crujido de unas botas sobre la piedra mojada. La figura se deslizó entre las cortinas como una sombra líquida. Era él.

«¿Duque Valcourt?».

Llevaba el cabello revuelto por el viento, gotas de niebla le perlaban la frente. Sus ojos brillaban con la ansiedad de quien ha cruzado el mundo para ver a quien ama. Se detuvo al verla.

—Catherine —susurró, como si ese nombre fuera una oración secreta que debía pronunciarse con devoción.

Eleanor sintió un sobresalto, un temblor interno, como si su corazón quisiera retroceder y avanzar al mismo tiempo. Dio un paso atrás.

Demian frunció el ceño, perplejo.

—¿Te ocurre algo? —preguntó con voz baja, herida por la duda—. Siempre corres hacia mí...

Ella abrió los labios, pero ninguna palabra logró escapar. Había algo dentro de ella que reconocía esa escena. Sus ojos recorrían la habitación como si buscara una grieta por donde escapar, pero todo estaba cerrado. Encerrada en una atmósfera de terciopelo y suspiros.

—Anoche me dijiste que contarías las horas hasta volver a verme —continuó él, dando un paso hacia ella—. ¿Por qué ahora... pareces otra?

Eleanor sintió que algo se deslizaba por su espalda, como un recuerdo que no era suyo.

—No entiendo... —susurró, con voz apenas audible.

—Catherine… —dijo él, su tono volviéndose más frágil—. ¿No me reconoces? ¿Qué es esta distancia?

Y entonces, algo llamó su atención. A un lado de la habitación, enmarcado en oro gastado, un espejo alto reflejaba la escena. Se volvió lentamente y la mujer en el espejo no era del todo ella.

El rostro, aunque similar, tenía una delicadeza distinta, unos labios más suaves, una mirada sin la firmeza con que Eleanor solía enfrentarse al mundo. El cabello le caía en ondas más pesadas, más oscuras, como si llevara siglos durmiendo bajo la luz de las velas. Una extraña tristeza habitaba en ese reflejo. Una entrega… ajena.

—¿Qué…? —murmuró, sin apartar la vista del espejo—. ¿Qué está pasando?

Demian se acercó, con cautela. Le tomó la mano con una urgencia casi infantil, como si temiera perderla en cualquier momento.

—No te vayas —suplicó—. No otra vez…

Pero el mundo comenzaba a desdibujarse. La luz se consumía, las formas se diluían como acuarelas bajo la lluvia. El espejo fue lo último en desaparecer, tragándose su imagen.

—¡Catherine! —gritó Demian, en un eco que parecía nacer desde muy lejos.

Eleanor despertó de golpe, incorporándose en su cama, con la respiración entrecortada y el pecho empapado en sudor. El sol aún no había tocado los ventanales. Durante unos segundos, no supo si era ella… o alguien más.

El golpe suave en la puerta no tardó en llegar. Uno, dos, tres toques discretos, seguidos de la voz de su madre, amortiguada por el espesor del roble.

—Eleanor, querida… es tarde. Las criadas ya preparan el desayuno. Debes vestirte, no olvides que iremos a Primrose Hill.

El mundo real la reclamaba con la urgencia y la rutina de siempre. Pero Eleanor seguía sentada en la cama, con las sábanas aferradas entre los dedos, incapaz de moverse. Sentía todavía la textura del lino del camisón del sueño en la piel, el roce de una mano tibia sobre la suya. El eco de aquel nombre…

«Catherine».

—Ya voy, madre —respondió finalmente, aunque su voz sonó extraña, como si saliera de una garganta que aún no le pertenecía del todo.

Al incorporarse, buscó el espejo del tocador casi con temor. Necesitó asegurarse de que el reflejo le devolviera sus propios ojos, su propia expresión. Y ahí estaba, el rostro que conocía, aunque ahora parecía más pálido, con las ojeras apenas insinuadas bajo los párpados. Y sin embargo… todavía dudaba. Había algo en su mirada que no lograba descifrar, como si lo ajeno aún no la hubiese abandonado por completo.

Se vistió con movimientos lentos, mecánicos. La doncella le había dejado el vestido elegido la noche anterior; una muselina azul perla con bordados florales en la cintura. Al tacto, la tela el corsé y el alfiler de plata que cerraba el chal, eran reales. Pero todo le parecía impregnado de irrealidad, como si caminara por una réplica exacta del mundo que recordaba.




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