La brisa matinal agitaba con delicadeza las copas de los árboles en Primrose Hill, donde las familias más distinguidas de Londres se habían congregado para disfrutar de un picnic al aire libre. Las telas vaporosas de los vestidos se mecían como flores recién abiertas y el murmullo de conversaciones educadas se mezclaba con el trinar de los pájaros.
Julius Grey llegó puntual, caminando con paso medido y elegante, sin prisa ni afectación. Su atuendo, aunque carente de excesos, era de una sobriedad impecable; levita oscura, chaleco gris perla, guantes claros y un reloj de bolsillo que brillaba fugazmente al girarse hacia la luz. No portaba el brillo ostentoso de la aristocracia, pero su porte silencioso y la exactitud de cada detalle hablaban de alguien que entendía el poder de una primera impresión.
Varias miradas se volvieron hacia él. Algunas, por simple curiosidad; otras, por reconocimiento. Después de todo, era el médico que había salvado a más de un parlamentario de fiebres invernales o males renales que la medicina tradicional había dado por incurables. Su presencia en aquel evento no era un accidente, sino una deferencia obtenida por recomendación directa de Lord Pembroke, cuya esposa aún caminaba gracias a una intervención quirúrgica que Julius había practicado con precisión milimétrica.
—Doctor Grey —exclamó una voz femenina muy entusiasta.
Beatrice Whitemore se acercaba junto a su esposo, Henry. Ambos lo saludaron con una calidez medida, la que se reserva para alguien útil y respetado, aunque no del todo igual. Ella sonreía como quien lleva el protocolo en la sangre, mientras su esposo asentía con gravedad.
—Es un placer verlo aquí. No todos los días logramos que abandone sus consultas y su laboratorio para disfrutar del sol —dijo Beatrice, con tono amable.
—El sol, como la salud, es valioso cuando se le aprecia en su justa medida —respondió Julius con una ligera inclinación.
Beatrice rio suavemente, complacida. Luego, como quien deja caer una sugerencia inocente y añadió.
—Nuestra hija también está aquí. Estoy segura de que estará encantada de conocerle. Siente una gran admiración por las ciencias, aunque su padre opina que es una inclinación impropia para una dama —comentó, sin mirar a Henry, aunque él resopló disimuladamente.
Julius sonrió con gentileza, aunque un destello cruzó por su mirada. Como una corriente subterránea que agitara el agua en calma.
—Estoy seguro de que será un honor.
Con un par de frases más, se despidió con la cortesía adecuada. Luego, sin prisa, comenzó a caminar hacia los senderos que serpenteaban entre setos, árboles en flor y pérgolas rebosantes de glicinas. Mientras los demás reían, comían o tocaban piezas de violín bajo las carpas blancas, él avanzaba como un espectador que había sido invitado a una obra que no lo incluía del todo.
Julius se adentró entre los senderos flanqueados por espirales de boj, lirios recién florecidos y rosas silvestres. El jardín era un remanso engañoso, donde la naturaleza se vestía de perfección, pero en cada rincón vibraban las conversaciones contenidas, los gestos estudiados y las risas dosificadas. Él lo notaba todo. Quién reía con entusiasmo genuino, quién observaba desde las sombras y quién fingía una alegría que no sentía. El arte de disecar el comportamiento humano no le abandonaba, incluso entre perfumes florales y manteles de lino.
La tranquilidad del entorno era relativa. Sentía las miradas, algunas con respeto, otras con sospecha. Su nombre circulaba entre murmullos como una rareza exótica; no pertenecía a ese mundo, pero lo rozaba con la yema de los dedos, suficiente para incomodar a quienes lo consideraban un intruso disfrazado de invitado.
Fue entonces cuando escuchó el sonido de pasos detrás de él, más firmes, seguros. Y la voz, clara y pulida, llegó sin rodeos.
—Doctor Grey. Qué inesperado hallazgo —dijo Charles Everleigh, apareciendo a su lado con una sonrisa que no alcanzaba los ojos.
Julius se volvió con lentitud. El joven aristócrata estaba impecable, como siempre. Levita bordó, guantes claros y una rosa prendida al ojal. Parecía parte del jardín, cultivado, ornamentado y calculado hasta el último gesto.
—Lord Everleigh —saludó Julius con una leve inclinación—. No sabía que solía frecuentar eventos tan… públicos.
—Oh, de vez en cuando uno debe bajar del pedestal para saludar al pueblo —replicó Charles con una sonrisa apenas ladeada—. Aunque veo que algunos aprovechan cualquier ocasión para codearse con la alta sociedad. Debe de ser... refrescante para usted.
—Supongo que para quienes no están acostumbrados a ganarse el lugar que ocupan, puede parecerlo así —respondió Julius, aun sonriendo—. Me limito a aceptar invitaciones cuando estas provienen de personas a las que he salvado la vida. Es difícil decir que no, ¿sabe?
El brillo en los ojos de Charles se endureció. Su mandíbula se tensó apenas, pero su postura seguía impecable.
—Me sorprende su habilidad para estar en tantos sitios a la vez. Clínicas, laboratorios… jardines. ¿Dónde encuentra tiempo para la discreción?
—En los mismos rincones donde otros esconden sus deudas, supongo —dijo Julius sin alterar el tono.
Un silencio breve, afilado como un cuchillo recién pulido, se extendió entre ambos. La brisa parecía haberse detenido.