Charles no dijo nada cuando ellos se marcharon. Permaneció de pie bajo la carpa, con la copa en la mano y la sombra de una sonrisa petrificada en el rostro, como si aún no hubiera registrado del todo lo ocurrido. El silencio a su alrededor fue más elocuente que cualquier palabra. Una dama que pasaba fingió interesarse por una hortensia azul, un caballero fingió arreglarse el pañuelo de lino, pero Charles sabía lo que eso significaba. Lo supo por la punzada que le trepó desde el estómago hasta la garganta, por el calor que le subió a las mejillas como una bofetada invisible. Lo habían visto. Lo habían oído. Y aunque nadie dijera nada, el veneno ya se deslizaba entre los murmullos, oculto tras las sonrisas y las copas de champagne.
Con pasos medidos, Charles dejó atrás la carpa. No apresuró el paso ni permitió que se notara la rigidez de sus músculos. Su espalda seguía recta, su mentón ligeramente alzado, como si aún llevara una corona invisible que ningún error, por más evidente, pudiera arrebatarle. Pero cuando dobló el seto y se alejó del centro del evento, su mandíbula comenzó a dolerle de tanto apretarla.
El sendero trasero estaba casi vacío. Solo algunas flores nocturnas despuntaban entre los arbustos, y una farola de gas crepitaba débilmente en la distancia. Charles sacó un cigarro de su estuche de plata, con los dedos aún temblorosos, y lo encendió con un fósforo cuya llama casi se apagó por la brisa. Aspiró con fuerza, como si aquel humo pudiera disipar el ridículo, como si pudiera devolverle el control que sentía haber perdido.
La humillación, al principio, había sido punzante, rabiosa, como una herida abierta. Pero ahora que estaba solo, se volvía más densa, más lenta, como un veneno que se infiltraba en el pecho y comenzaba a deshacer lo que encontraba. Julius Grey, con su voz serena y su aire de médico bien alimentado por la adulación, le había robado el momento. No solo eso; lo había reducido. Frente a Eleanor. Frente a todos. Y ella… ella había reído. No a carcajadas, no abiertamente, pero sí lo suficiente como para que la risa se clavara como una astilla bajo su piel.
Apretó el cigarro entre los labios, cerrando los ojos. Durante un instante, solo escuchó el viento y el crepitar tenue del papel quemándose. Y entonces, sin querer, la voz de su padre volvió a él, como un eco impregnado de ceniza.
«Tú no necesitas amor, Charles».
«Solo aprobación».
«Que es, en muchos aspectos, más útil».
Lo había dicho una tarde, años atrás, en la sala del fumador, entre copas de brandy y el humo denso de los habanos importados. Charles tenía diecisiete. Había preguntado, torpemente, si alguna vez había amado a su madre. Nicholas había reído. Y luego había dicho eso.
Aprobación. Más útil que el amor. Más sólida. Más duradera. Y, en muchos sentidos, más peligrosa.
Charles lanzó el cigarro al suelo con un gesto seco y lo aplastó con la suela de su zapato. No sabía qué era peor, haber sido humillado por un don nadie con frases ingeniosas, o haberlo permitido. Porque en el fondo, lo sabía, lo había sentido; esa tarde, él no estaba realmente peleando por Eleanor. No con convicción. Estaba repitiendo lo que se esperaba de él. Como un niño en un teatro, siguiendo el libreto dictado por generaciones. Eleanor debía ser suya. Porque era lo que convenía. Porque era lo que correspondía. Porque su padre lo había dicho.
Pero ella... Ella lo miraba como si no existiera. Como si fuera parte del mobiliario, un adorno más en la puesta en escena de la aristocracia. La había conocido cuando eran niños. Habían compartido salones, jardines, veranos enteros con olor a azucena y mermelada. Y, sin embargo, ahora lo miraba como si todo eso no hubiera existido. Como si él fuera otro hombre. O peor aún, como si nunca hubiera sido nada.
Inspiró hondo, dejando que el aire fresco lo obligara a enfriar la cabeza. No podía permitirse sentir. No era ese tipo de hombre. El deber, el nombre, el legado. Eso era lo importante. Eso lo había sostenido hasta ahora. Pero había una grieta. Pequeña, casi imperceptible. Y se había abierto esta tarde, justo cuando esa risa —esa risa que no le pertenecía— escapó de los labios de Eleanor.
Cuando regresó al evento, su porte estaba intacto. La sonrisa volvía a su lugar, como una máscara bien rehecha. Saludó a un par de damas con cortesía, felicitó a un barón por el éxito de la recaudación, incluso hizo una broma leve sobre el clima. Nadie, nadie que no lo conociera íntimamente, habría notado que algo dentro de él se había torcido.
Pero lo cierto era que ahora, por primera vez en mucho tiempo, Charles comenzaba a pensar.
Y eso, quizás, era más peligroso que su desprecio.
* * *
La noche se desplegaba lenta y pesada sobre Londres cuando el carruaje de los Everleigh partió rumbo a la mansión. En el interior, el silencio era un animal de cuerpo caliente, que respiraba despacio entre los tres. Las ruedas crujían sobre el empedrado con un ritmo que no lograba acallar la tensión latente. Lord Nicholas Everleigh mantenía los brazos cruzados sobre el pecho, los labios fruncidos en un gesto que no necesitaba palabras. Lady Everleigh miraba por la ventanilla, como si el mundo exterior ofreciera algún consuelo en la oscuridad.
Charles, sentado al lado de su madre —como siempre—, tenía los ojos fijos en la alfombra que cubría el suelo del carruaje. El dorado de su bastón, apoyado contra su rodilla, resplandecía apenas con el vaivén de los faroles. El aire entre ellos era denso. Era el tipo de atmósfera que ya conocía de sobra; la calma antes del juicio.