Beatrice no golpeó la puerta. La abrió con la precisión de quien está acostumbrada a no ser cuestionada, irrumpiendo en la habitación con el mismo aplomo con el que organizaba cenas para veinte sin pestañear. Eleanor, sentada frente al espejo, giró apenas el rostro al verla entrar, sin disimular el fastidio en la curva sutil de su ceja.
—¿Vas a quedarte ahí sentada todo el día? —preguntó su madre, sin una pizca de dulzura en el tono. Ya se dirigía al armario, ignorando el vestido medio preparado que colgaba del biombo—. Esta noche no es una velada más. No puedes aparecer con uno de esos conjuntos apagados que tanto te gustan.
Eleanor giró hacia ella con más firmeza esta vez, sujetando con ambas manos la peineta de marfil que estaba por colocarse.
—¿Qué tiene de especial esta noche? —preguntó—. Padre no dijo mucho.
Beatrice retiró un vestido, lo analizó un segundo, lo rechazó y volvió a escarbar entre las telas.
—Precisamente —respondió—. Cuando tu padre es reservado, es cuando más cuidado debes tener. Lo único que dijo fue que espera que todo esté a la altura. ¿Sabes lo que eso significa?
Eleanor no respondió. La observaba con una mezcla de resignación y sospecha mientras la seda y los bordados pasaban ante los ojos exigentes de su madre.
—Aquí está —anunció Beatrice finalmente, sacando del fondo del armario un vestido gris perla—. Este no lo has usado jamás. Lo encargamos para una gala en Lancaster House y al final no fuimos.
Eleanor frunció levemente los labios.
—Es demasiado para una cena.
—No para esta. —Beatrice giró para mirarla directamente—. Eleanor, no pretendo sonar melodramática, pero esta noche podría definir cosas importantes. Tu presentación será evaluada, incluso sin que lo digan en voz alta. No podemos permitirnos nada menos que excelencia.
Eleanor desvió la mirada hacia la ventana. Afuera, el cielo se oscurecía con una velocidad que presagiaba lluvia. Había algo en la insistencia de su madre que le provocaba una punzada en el pecho, una sensación ambigua entre la anticipación y la inquietud.
Miró el vestido que su madre sostenía. Gris perla, elegante y sobrio, con una caída que parecía flotar en el aire. De reojo, su mirada volvió hacia la ventana, como si algo allí afuera la arrastrara hacia al balcón, donde el cielo se teñía de una tonalidad opaca, casi metálica. Por un instante, le pareció que la bruma del atardecer se pegaba al vidrio.
Beatrice dio un paso hacia la doncella, indicándole con la mirada que se acercara.
—Prepárala —ordenó—. Cada detalle debe ser impecable.
Y sin esperar respuesta, se retiró de la habitación, dejando tras de sí un rastro de perfume caro y tensión flotando en el aire.
Eleanor suspiró. Acarició la tela del vestido aún colgado, con los dedos apenas rozando el tul. No sabía quién sería ese invitado importante, pero su madre tenía razón en algo: esa noche no sería como las otras.
Los Everleigh fueron los primeros en llegar. La puntualidad de Nicholas era casi una ofensa personal hacia quienes se permitían la informalidad de un retraso. El mayordomo los recibió con la rigidez esperada y los condujo hacia el gran salón, donde Beatrice, impecable como siempre, los esperaba con una sonrisa calculada. Charles saludó con cortesía, aunque su mirada parecía escanear el entorno, como si buscara algo —o a alguien— en particular.
Y entonces, la escuchó. El susurro apenas perceptible del tul contra la madera, el eco suave de unos pasos medidos descendiendo desde lo alto. Charles giró la cabeza con una inercia inconsciente y la vio.
Eleanor bajaba por la gran escalera principal, con el gris perla envolviéndola como un suspiro de niebla y luna. Su cabello estaba recogido en un moño bajo, adornado con una discreta cinta plateada. Ningún adorno excesivo. Ningún color que reclamara atención. Y, sin embargo, toda la sala pareció detenerse para contemplarla.
Charles no pensó. No razonó. Sus pies se movieron por él. Caminó hasta el pie de la escalera, sin importar el murmullo que su repentina iniciativa podría generar entre los criados o incluso su propio padre. Cuando Eleanor posó un pie en el último tramo, él extendió su mano.
—Lady Whitemore —dijo con una voz más suave de lo habitual—. Permítame.
Eleanor lo observó un segundo. No había sorpresa en sus ojos, pero sí algo que Charles no supo interpretar de inmediato; una especie de pregunta muda, como si intentara leer la intención detrás del gesto. Aun así, colocó su mano enguantada sobre la de él con ligereza y descendió los últimos escalones, como si juntos ejecutaran un ritual antiguo.
Cuando sus pies tocaron el suelo, Charles no soltó su mano enseguida. La mantuvo apenas un segundo más de lo necesario. Lo justo para que no fuera indebido, pero sí significativo.
—Estás... radiante —murmuró, sin mirar a nadie más. No por coquetería. No por cálculo. Fue lo único que pudo decir, porque decir más habría revelado que por primera vez en mucho tiempo, su pecho se sentía incómodamente cálido.
Charles soltó su mano con la lentitud de quien no quería romper algo frágil. Eleanor lo observó de cerca, notando algo distinto. Sus hombros se veían más tensos, su porte más firme. El corte del frac le marcaba con claridad una musculatura que antes no tenía. Pero lo que más le llamó la atención fue el rostro. Estaba más pálido que de costumbre, y sus ojos —aunque brillaban— tenían esa opacidad propia de quienes llevan muchas noches sin dormir.