El silencio no se disipó con su llegada; al contrario, se volvió más pesado, como si el aire mismo se hubiera rendido a su presencia.
Demian avanzó unos pasos dentro del salón, y por un instante, todos parecieron dudar si debían moverse también. No era solo el porte —ese modo contenido de desplazarse, casi sin sonido—, sino la impresión de que aquel cuerpo no había sido hecho para espacios cerrados. El marco de la puerta lo había obligado a inclinarse apenas, y ahora la luz de las lámparas le dibujaba sombras largas sobre el suelo, alargadas como su figura. Había algo antinaturalmente armonioso en él, como si no caminara, sino que se deslizara por los rincones de la casa como una silueta arrancada de otro siglo.
Eleanor no podía apartar la vista de él. Por primera vez en toda la noche, su mente halló una quietud absoluta. No era la primera vez que lo veía, claro. Pero ahora... ahora lo miraba por completo y más de cerca. La cabeza erguida, los hombros firmes, la postura casi inaccesible. Había algo en su porte que no se acomodaba a la forma en que los demás se movían, como si la gravedad misma cediera ante él. Se permitió una rápida observación, notando cómo su cabeza, pequeña y frágil en comparación, apenas alcanzaba la altura de su pecho. Cuando él se acercó para estrechar la mano de su padre, ella sintió la tentación de girar la cabeza para no quedar expuesta al contraste, a ese abismo de diferencia que la hacía sentir tan diminuta. Y, sin embargo, en lugar de sentir incomodidad, hubo algo en su pecho que palpitó, como si fuera a romperse y recomponerse al mismo tiempo.
Eleanor se quedó sin aliento. Siempre había creído que Charles era el único que se alzaba cerca de los faroles, pero este hombre... este hombre estaba cerca de las estrellas.
Él se movía con tal sutileza, que cada paso parecía calculado, pero sin esfuerzo. Como si flotara apenas sobre el suelo.
«Una presencia que no puedes ignorar».
El silencio que llenaba el salón se volvió aún más pesado. La única presencia que parecía resonar en el aire era la de él, como una sombra al borde de la luz. Cada uno de los que observaba no podía evitar sentir que el tiempo se ralentizaba a su alrededor, como si los latidos de su propio corazón se sincronizaran con la quietud de la sala.
Demian, tras un leve resplandor en sus ojos, se aclaró la garganta con suavidad, un gesto tan sutil que apenas rompió el hechizo.
—Les ruego me disculpen por llegar con un leve retraso. El trayecto en carruaje se vio demorado más de lo previsto —dijo con cortesía, antes de añadir—. Permítanme ofrecerles un pequeño obsequio, en señal de aprecio por su hospitalidad.
Demian dio un paso al frente, su mirada fija en los Whitemore mientras los observaba con atención. Luego, con un gesto sutil pero seguro, deslizó su mano en el interior de su abrigo y sacó el paquete cuidadosamente envuelto. La atmósfera cargada de expectación parecía hacer eco de sus movimientos medidos.
Con una ligera inclinación de cabeza, se acercó a Henry, el patriarca, y le entregó el obsequio.
—Conde Whitemore —dijo con su voz profunda y suave, un toque de formalidad en su tono—. Este regalo es para usted, un obsequio de otro tiempo, con la esperanza de que lo aprecie tanto como yo valoro la historia que lleva consigo.
Henry, sabiendo la clase de obsequio que podía esperar de un hombre como Demian, aceptó el paquete con interés. Al abrirlo, sus ojos se iluminaron al descubrir un mapa náutico antiguo y una bitácora encuadernada en cuero envejecido, perfectamente cuidada. Las rutas comerciales y las anotaciones en latín le hablaban de un tiempo que, aunque ya lejano, aún conservaba su poder.
—Este mapa y esta bitácora —explicó Demian— perteneció a una colección privada en Marsella. Creo que le resultará de interés, al menos como objeto de conversación en ocasiones como esta.
Henry asintió con gratitud, un brillo en los ojos que denotaba el aprecio por un regalo que iba más allá del gesto; era una pieza de memoria.
Con una suave sonrisa, Demian se giró hacia Beatrice, la matriarca, y le entregó su presente.
—Condesa Whitemore, para usted —dijo, su tono cálido pero respetuoso—. Espero que encuentre en este regalo la elegancia de un tiempo pasado.
Beatrice, intrigada, desenvolvió el paquete. Una delicada botella de cristal, de formas antiguas, reflejó la luz con un centelleo tenue. Al destaparla, una fragancia envolvente —jazmín, ámbar y algo más, como hojas secas dulces— flotó en el aire como el eco de un otoño remoto.
—Este perfume —continuó Demian, sin apartar la mirada de Beatrice— era utilizado por la reina María Antonieta antes de la Revolución. El taller de su creador desapareció en aquellos tiempos turbulentos, pero logré conseguir el último frasco, un pequeño fragmento de historia gracias a mis contactos en París. Este es el último frasco que se conserva... al menos, que yo conozca. Espero que lo disfrute.
Beatrice, aún con la botella entre los dedos, desvió brevemente la mirada hacia el chaleco bordado del invitado. El corte del chaleco y la filigrana antigua que lo adornaba no se veían desde generaciones atrás. No era simplemente una prenda fuera de moda, sino algo fuera del tiempo mismo, como rescatado de un retrato olvidado.
Finalmente, Demian se volvió hacia Eleanor. Su mirada, intensa, pero serena, se posó en ella con una atención casi abrumadora. Con una leve inclinación de cabeza, sacó de su abrigo un pequeño estuche de terciopelo negro.