La cena transcurría con una fluidez casi envidiable. La mesa estaba perfectamente dispuesta, con la vajilla más refinada y las copas de cristal alineadas con precisión. Los criados se movían con eficiencia silenciosa, sirviendo cada platillo como si se tratara de una coreografía ensayada.
Demian se mostraba encantador. No del modo empalagoso ni excesivamente adulador, sino con esa elegancia natural que parecía fluirle en cada palabra, en cada gesto pausado, en cada mirada que nunca se demoraba demasiado, pero tampoco era apresurada. Sabía cómo evitar los silencios incómodos, cómo abrir temas de conversación que interesaban a todos sin monopolizar ninguno. Incluso consiguió arrancarle una carcajada auténtica a Beatrice al comentar con sutileza una anécdota de sus viajes al norte de Italia, involucrando a un caballo desobediente, una tormenta y un traductor que confundía la palabra «duque» con «pescador».
—Jamás me habían ofrecido un tridente como bastón —comentó con una sonrisa sutil—. Pero admito que lo acepté, por respeto a las costumbres locales.
La mesa se rio. Incluso Henry, que rara vez soltaba más que un asentimiento, se permitió sonreír con discreción. Demian, sin embargo, no se reía con ellos. Observaba. Escuchaba. Dosificaba su participación con una destreza casi teatral.
Eleanor apenas probó bocado. Su apetito había desaparecido desde que lo vio atravesar el umbral del comedor, vestido con una sobriedad que, aun así, desprendía lujo. Cada vez que sus miradas se cruzaban, ella sentía un nudo en la garganta. La visión en esa acogedora biblioteca —aquella imagen difusa, imposible, colmada de ternura— aún la atormentaba. No sabía cómo comportarse con él sin sentir que su propia piel ardía de vergüenza.
En uno de esos breves cruces visuales, bajó la mirada con brusquedad y fingió acomodar su servilleta.
Demian reprimió una sonrisa, apenas perceptible. No era burla. Era reconocimiento.
Charles no se lo perdió. Estaba demasiado atento. El vino ya no le sabía a nada. Las palabras que decía Demian parecían inocentes, correctas, pero él las leía todas con recelo. Le dolía más lo que Eleanor no decía. Ese silencio, ese rubor. Esa forma en que ella se escondía de la mirada del duque como una niña sorprendida haciendo algo indebido.
—¿Le agrada la caza, Duque Valcourt? —preguntó Charles, con una sonrisa que no alcanzaba a suavizar su tono.
Demian se tomó un segundo antes de responder, como si sopesara no solo las palabras, sino también la intención tras la pregunta.
—En ciertas temporadas —dijo con la misma amabilidad que había mostrado toda la noche—. Aunque, si soy honesto, prefiero las caminatas. La naturaleza ofrece más cuando no se le apunta con un rifle.
Eleanor alzó la mirada como si aquella frase la hubiese despertado de un letargo. No fue una reacción calculada. Ni siquiera consciente. Simplemente no pudo evitarlo. Y no apartó la vista.
Algo se removió en su interior con una fuerza sutil pero persistente, como un acorde que al fin encontraba resonancia. Todos en su mundo defendían la caza con un aire natural, casi irrefutable. Un legado, una costumbre, una obligación. Pero el duque no. Él no necesitaba alardear de sensibilidad, la vivía. Y eso la dejó suspendida.
Demian sintió el peso de su mirada. No hizo alarde, no la sostuvo de forma impúdica. Solo alzó levemente la copa, con una cortesía elegante y muda. Un gesto breve. Intencionado. Como quien responde a un llamado que no se ha pronunciado.
Charles lo advirtió. No el gesto —eso habría sido soportable— sino el efecto. Ese hechizo silencioso que pareció quebrar algo en Eleanor, como si hasta entonces hubiera estado dormida. Y lo odió por ello.
Del otro lado de la mesa, Nicholas permanecía en un silencio medido. Sonreía por cortesía, pero sus ojos estaban ocupados en otra cosa; evaluaban, comparaban, resentían. No había recibido un presente de cortesía, ese gesto de etiqueta que, aunque simbólico, mantenía los equilibrios tácitos entre casas de renombre. Y, sin embargo, ahí estaba el duque; sin ofrecer nada, acaparando todo. Su porte, su conversación, incluso sus silencios tenían más peso que cualquier riqueza tangible. A Nicholas le hervía la sangre. No por lo que Demian había hecho, sino por lo que él mismo había perdido. La fortuna evaporada, el lustre desvanecido, el nombre que debía sostener a fuerza de apariencias. Todo eso temblaba ante la elegancia natural de un invitado que parecía no esforzarse en deslumbrar, y aun así lo lograba.
Ni la vajilla de porcelana ni los candelabros centelleantes podían competir con la forma en que Lord Valcourt alzaba su copa. Aquella imagen lo corroía.
Cuando los criados retiraron los platos, Eleanor no pudo evitar echar un vistazo al de Demian. El suyo era, sin duda, el que más comida conservaba. Ni siquiera parecía haber sido tocada.
Más tarde, mientras los invitados se desplazaban al salón para tomar una copa, lo encontró solo junto a una mesa auxiliar, girando distraídamente la copa de vino entre los dedos. Eleanor se le acercó con cuidado. No como una joven fascinada, sino como una anfitriona educada, como una hija que sabe que los negocios de su padre podrían depender de esa velada.
—¿No le ha agradado la cena, Duque Valcourt? —preguntó con voz suave, dejando entrever una preocupación genuina, aunque la formalidad no la abandonaba—. Espero que no haya sido un desatino de nuestra cocinera… o algún mal cálculo de gustos. Si lo desea, puedo pedir que le preparen algo que se ajuste más a sus gustos.