Cáliz de Sangre

Capítulo XXIV

El salón principal había sido dispuesto con la misma meticulosa dedicación que la cena. Las lámparas de aceite y los candelabros de cristal esparcían una luz cálida y trémula sobre las paredes revestidas en damasco oscuro. El mobiliario, de maderas nobles y tapizados en tonos burdeos, formaba pequeños grupos junto a la chimenea encendida y las amplias ventanas enmarcadas por pesadas cortinas. Retratos familiares —algunos de antepasados en uniformes de gala, otros de damas en pose severa— colgaban con sobria dignidad sobre los muros, custodiando el ambiente con silenciosa solemnidad.

Los adultos se acomodaron sin dificultad, copas en mano, y pronto comenzaron a intercambiar frases cargadas de cortesía. El clima inusualmente apacible, la calidad del jerez, los rumores sobre nuevas producciones teatrales en la capital… La conversación fluía con esa ligereza calculada que mantiene las apariencias sin adentrarse demasiado. Las sonrisas eran templadas, las carcajadas discretas. Todo se desenvolvía dentro de los márgenes aceptables.

Y, aun así, Eleanor no lograba integrarse a ese flujo apacible. A su alrededor, las voces parecían amortiguadas, como si vinieran de una habitación contigua. Cada gesto, cada frase, le resultaba distante, como si observara la escena desde detrás de un cristal empañado. A su lado, su madre conversaba con Rose Everleigh sobre tejidos italianos y el último retrato que encargaron a un pintor vienés, mientras Demian sostenía una conversación tranquila con Lord Whitemore y Nicholas Everleigh, aportando observaciones medidamente ingeniosas sobre la situación parlamentaria y las recientes reformas que tanto inquietaban a la nobleza terrateniente. Su voz, serena y pausada, parecía llevar el ritmo del salón, sin imponerse, pero sin perder nunca la atención. Y, aun así, de cuando en cuando —como si su conciencia existiera en dos planos al mismo tiempo—, sus ojos buscaban a Eleanor con la misma naturalidad con la que un hombre respira.

—¿Se encuentra bien, Lady Eleanor? —La voz de Charles la trajo de vuelta, demasiado cerca, demasiado confiada.

No se había dado cuenta de que él se había sentado a su lado. Le ofreció una sonrisa breve, algo automática.

—Sí, solo es… el calor de la chimenea —respondió, sin mirarlo del todo.

—Las veladas familiares pueden resultar más agotadoras de lo que uno espera —dijo él con un tono de complicidad forzada, intentando lo que quizás pensaba era una broma.

Ella no respondió. Había algo más presente, algo que crepitaba bajo la superficie. Lo sintió antes de verlo. Alzó la vista, y lo encontró.

Demian la observaba desde el otro extremo del salón. Sostenía una copa entre los dedos con la misma gracia despreocupada con la que alguien sostiene un secreto. Sus ojos, sin embargo, no se distraían. La miraban directamente. Sin sonrisa. Sin urgencia. Solo esa quietud envolvente que lo hacía parecer más real que todo lo demás.

Eleanor sintió que la temperatura en su interior subía, no por el calor de la chimenea, sino por una inquietante certeza que se instaló en su pecho, Esa noche no sería como las demás

Antes de que pudiera procesarlo, Charles se inclinó levemente hacia ella, rompiendo el hechizo de la mirada compartida con Demian.

—Permítame traerle algo para aliviar el calor ¿Le gustaría un poco de agua, Lady Eleanor?

Ella, de alguna manera, no se atrevió a rechazarlo. Al fin y al cabo, era un gesto caballeroso, y su madre la observaba. Aceptó el vaso con una sonrisa leve.

—Gracias, Lord Everleigh.

—No me tomará más que unos minutos —hizo una leve reverencia y se alejó con paso seguro.

Del otro lado del salón, Demian entregó su copa vacía al mayordomo con un movimiento pausado. Henry Whitemore y Nicholas Everleigh, enfrascados en una disertación sobre las reformas agrícolas, no notaron su discreta retirada del círculo de conversación. Con la elegancia de quien conoce su propio peso en una sala, Demian se alejó hacia las estanterías, fingiendo interés por un tomo de encuadernación antigua.

Fue allí donde sus miradas se encontraron otra vez. Esta vez, sin testigos. Sin murallas.

Él no dijo nada. Solo ladeó la cabeza levemente, como si la invitara —sin palabras— a un espacio donde todo aquello que no se podía decir frente a los demás, tal vez encontrara forma.

Eleanor no supo cómo sus pies la llevaron hasta allí, pero lo hicieron. Cruzó el salón con la lentitud que exige la etiqueta, pero con una determinación que no supo ocultar del todo. Nadie pareció notarlo. O, si lo hicieron, decidieron no interrumpir.

Cuando estuvo lo bastante cerca, Demian le habló. La voz fue baja, grave, destinada solo a ella.

—¿Le agrada el calor de la chimenea o prefiere la brisa del jardín?

No era una pregunta banal. Era una elección.




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