Cáliz de Sangre

Capítulo XXV

En los jardines de la mansión Whitemore, el tiempo parecía disolverse en la espesura de la noche de junio. La luz tenue de los faroles apenas delineaba las sendas de piedra. Las sombras danzaban entre los arbustos y las estatuas de mármol con un aire de vigilia antigua. El murmullo constante del agua brotando desde la fuente central se entrelazaba con el susurro de las hojas, como si la naturaleza misma conspirara para guardar un secreto. El aire estaba impregnado de un aroma fresco a tierra húmeda y flores que solo abrían al caer el sol, un perfume sutil, casi espectral, que parecía haber dormido siglos bajo los árboles.

Eleanor caminaba con paso medido, la espalda erguida, las manos enlazadas con suavidad sobre su corsé, como dictaban los códigos aprendidos desde niña. Sin embargo, sus ojos se deslizaban sin permiso hacia el reflejo de la luna en la fuente, como buscando respuestas en la superficie trémula del agua. Un leve temblor en el pecho —ansiedad vestida de prudencia— amenazaba con romper su compostura. Se aferraba a lo aprendido, a las enseñanzas de su madre sobre la dignidad incluso en medio del desconcierto. Pero nada en aquellas lecciones la había preparado para caminar junto a alguien como Demian Valcourt.

Él avanzaba a su lado con una elegancia que parecía ajena a lo humano, como si no tocara realmente el suelo. Su porte era impecable, sereno, y sin embargo había en él una quietud peligrosa, como la de un animal que ha dejado de fingir domesticación. Sus ojos —demasiado fijos, demasiado atentos— parecían despojarla de cualquier escudo.

—Lady Eleanor —su voz, profunda y baja, quebró el silencio como una nota afinada en una sinfonía apenas audible—. Este jardín… guarda una calma inquietante. Es como si estuviera suspendido entre lo que fue y lo que aún no se atreve a ser. ¿No le inspira a usted la misma sensación?

Ella sintió el rubor subirle al rostro, aunque su expresión permaneció intacta. ¿Por qué lograba conmoverla tan fácilmente? No había en sus palabras nada impropio, y, aun así, cada frase parecía contener un doble filo. Un duque. Una figura apartada, casi mítica. Y, sin embargo, allí estaba, hablándole como si la conociera desde mucho antes de que su nombre se pronunciara en aquel salón.

—Es… un lugar hermoso —respondió con suavidad, aunque percibía en su voz un leve temblor que no pudo contener. Sus palabras eran sinceras, pero insuficientes. La noche, cargada de algo más profundo, le imponía un silencio que no sabía nombrar—. Y en noches como esta, parece… detenido en el tiempo.

La sonrisa que se dibujó en el rostro de Demian no fue amplia, pero sí cargada de ironía contenida. No parecía tener prisa por llegar a ninguna parte, y, aun así, con cada paso que daba junto a ella, algo invisible entre ambos se tensaba.

—Los lugares como este conservan memorias —murmuró, deteniéndose un instante frente a una hilera de rosales pálidos que se deslizaban como una herida blanca entre los setos—. A veces me pregunto si las emociones fuertes… los grandes anhelos… quedan impresos en la tierra, esperando a ser sentidos de nuevo por quienes caminan después por los mismos senderos.

Eleanor bajó apenas la mirada, como si esas palabras la rozaran más de lo que hubiera querido admitir. Había algo en su tono, en esa forma de nombrar lo invisible, que la inquietaba. Una especie de tristeza ajena que, sin saber cómo, parecía también suya.

—Lo curioso —dijo en voz baja, como si respondiera a un pensamiento compartido y no a una frase concreta— es cómo lo que permanece no siempre es visible. A veces no se trata de lo que se recuerda, sino de lo que insiste… sin explicación.

Demian giró el rostro hacia ella. La luz lateral reveló apenas la sombra de una melancolía imposible de situar en su mirada.

—Y, sin embargo —susurró—, hay quienes lo sienten. Aunque no sepan por qué. Aunque lo nieguen.

El silencio se instaló entre ambos como una criatura viva. No era incómodo. Era denso, expectante. Eleanor sintió que, si hablaba, rompería algo frágil. Y si no hablaba… también.

Demian dio un paso más, sin mirarla esta vez, y murmuró.

—A veces los ecos del pasado encuentran en nosotros una segunda oportunidad.

Ella lo miró entonces, no por curiosidad, sino por una necesidad que no comprendía del todo. El jardín ya no parecía solo un lugar. Era una página abierta, y las palabras que no se decían eran las que más importaban.

Eleanor desvió la vista hacia el sendero, incapaz de sostener aquella mirada por más tiempo. Había algo en su voz, en la cadencia con la que pronunciaba cada palabra, que la desarmaba con una elegancia cruel. El mutismo se posaba suavemente entre ellos, pero ya no era incómodo, sino espeso, como una niebla que se posaba suavemente sobre sus pensamientos.

Caminaron unos pasos más, bordeando la fuente, hasta que Demian se detuvo junto a una estatua cubierta por las sombras. No dijo nada al principio; simplemente contempló la figura de mármol, una mujer con el rostro inclinado hacia el cielo, las manos extendidas como si ofreciera algo invisible a las estrellas.

—¿Sabe usted quién la esculpió? —preguntó, apenas girando el rostro hacia ella.

Eleanor negó suavemente con la cabeza.

—Un artista italiano —continuó él, con voz baja—. Traído por uno de sus antepasados hace más de un siglo. Dicen que es el retrato de una dama de estos mismos lares, donde antes las paredes eran de piedra, los estandartes ondeaban con el viento y el murmullo de laudes acompañados de historias que duermen en libros de cuentos.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.