Todavía de pie en el umbral, Eleanor no se atrevía a dar el paso final. La puerta que conectaba el jardín con el salón principal estaba entreabierta, dejando entrar un murmullo de voces y el resplandor cálido de las lámparas de gas. Pero ella seguía allí, inmóvil, como si sus pies se negaran a cruzar, como si algo en su pecho insistiera en que ese momento, de alguna forma, ya lo había vivido.
Charles la observó en silencio durante un instante. Había algo en su postura —esa rigidez en los hombros, la manera en que bajaba los párpados como si pesaran más de lo normal— que delataba el agotamiento que venía arrastrando desde hacía días. Sin embargo, fue su mirada la que habló primero. Una mezcla de preocupación genuina y la necesidad urgente de hacer algo por ella.
—¿Tiene frío? —preguntó, y su voz sonó más suave de lo que Eleanor recordaba.
Ella no respondió de inmediato. Pero él ya lo había notado, los vellos erizados en sus brazos, la respiración contenida. Dudó por un instante, como si el protocolo le susurrara al oído que no debía hacerlo, pero terminó venciéndolo.
Se quitó la chaqueta con torpeza, no con el gesto ensayado de quien intenta impresionar, sino como quien actúa movido por un impulso honesto, casi instintivo. Se la ofreció con un pequeño ademán, sin mirarla demasiado, como temiendo que ese gesto fuese demasiado íntimo.
—O… si lo prefiere, puedo acompañarla hasta la chimenea. Estará más cómoda allí.
Eleanor aceptó sin decir palabra. No por cortesía, sino porque algo en ese ofrecimiento improvisado le pareció extrañamente reconfortante. Caminó a su lado hacia el salón y, al levantar la vista, lo vio.
Demian, de nuevo. Sentado con languidez, pero observándola como si nada más existiera. Su copa de cristal descansaba cerca de sus labios, y al acercarla, sus ojos se mantuvieron fijos en los de ella, como si midiera cada reacción, cada desvío de su respiración. La mirada por encima del borde. Antigua. Insoportablemente intensa.
Y por un instante —uno breve, pero demoledor—, Eleanor sintió que su cuerpo no le pertenecía.
El fuego crepitaba con una calma casi hipnótica, encerrado tras el hierro forjado que lo contenía con la misma dignidad con que la familia Whitemore contenía sus emociones. Charles no dijo nada mientras la guiaba hasta allí, apenas un gesto de su brazo extendido, como si temiera que una palabra la hiciera retroceder. Eleanor no protestó. Dejó que la envolviera la calidez del hogar y, por un instante, cerró los ojos. El jardín aún palpitaba en su pecho.
Un leve estremecimiento cruzó su piel. Charles lo notó sin esfuerzo. Ella no lo vio despojarse de la chaqueta, pero sintió su peso y su aroma antes de que él la acomodara con torpeza sobre los hombros. La lana aún tibia le rozó la nuca expuesta, y el gesto, tan sencillo como desarmado de pretensiones, le arrancó un suspiro que apenas alcanzó a oírse.
—¿Está mejor? —preguntó él, con voz suave.
—Sí. Gracias —respondió sin mirarlo, apenas un hilo de voz.
Charles asintió, clavando la vista en el fuego. No quiso invadir el silencio. Algo en su rostro se debatía entre la prudencia y un impulso más honesto.
—Sé que esta noche fue... inusual —dijo, midiendo sus palabras—. Y que puede que no tenga deseos de hablar. Pero si en algún momento quisiera distraerse, o simplemente sentarse sin decir nada… —hizo una pausa breve, cargada de intención— estaré aquí.
Eleanor bajó ligeramente la mirada. Ese tono no venía de una estrategia. No era el lenguaje aprendido del cortejo. Era otra cosa. Algo más vulnerable.
—Ha sido una noche extraña —admitió ella, apenas audible—. Como si todo estuviera ligeramente... fuera de sitio.
Charles esbozó una sonrisa breve, apenas una sombra.
—Sí. Yo también lo sentí.
No preguntó por qué. No pidió que se explicara. Y quizás por eso, Eleanor no se levantó ni se alejó. Solo dejó que el silencio compartido los envolviera un instante más.
El reloj de pared dio las diez con un grave tañido que se deshizo en el aire como humo espeso. En el salón principal, los últimos murmullos se deslizaban entre copas semivacías y miradas cansadas. Las luces de los candelabros temblaban, reflejadas en la porcelana de los adornos, y los criados empezaban a retirar discretamente bandejas y manteles.
Demian Valcourt se alzó con la elegancia inalterable de quien no pertenece del todo a ningún tiempo. Se acercó primero a Henry Whitemore, intercambiando algunas frases corteses, y estrechó su mano con firmeza. Luego hizo una reverencia a Beatrice, inclinando apenas el rostro con esa clase de galantería antigua que no podía aprenderse.
—Lady Whitemore. Un honor, como siempre.
Ella sonrió con esa cortesía medida que solo las verdaderas damas dominaban, pero sus ojos se deslizaron levemente hacia Eleanor, casi con advertencia.
Entonces Demian se volvió hacia ella.
Tomó su mano con lentitud, como si el tiempo se hundiera entre sus dedos, y en lugar de una simple inclinación formal, besó el dorso de su guante. Fue un contacto breve, apenas un roce de labios sobre tela, pero lo sostuvo con una mirada que parecía querer robarle el aliento.
—Hasta pronto, Lady Eleanor —dijo, su voz apenas por encima del susurro—. Que sus pensamientos esta noche no sean inquietantes.