Cáliz de Sangre

Capítulo XXVII

Aunque la medianoche había quedado atrás hacía rato, Eleanor seguía despierta. El camisón de lino le ceñía el cuerpo con suavidad mientras yacía entre las sábanas, el rostro vuelto hacia el dosel. Había intentado convencerse de que el susurro que rozó su oído no fue más que un espejismo del insomnio. Pero la sensación persistía, como si algo, o alguien, hubiese estado realmente allí. La habitación, en penumbra, parecía demasiado quieta. El fuego en la chimenea era ya apenas un resplandor tembloroso que pintaba las paredes de naranja viejo. Se giró una vez más, en busca de una postura que la acogiera, y finalmente, cuando el cuerpo cedió, comenzó a hundirse en el sueño.

Algo se volvió denso, tangible, como si el ambiente respirara junto a ella. El aroma que llegó era espeso, floral, cargado de humedad, como un perfume guardado demasiado tiempo en una caja de terciopelo. Abrió los ojos —¿o acaso no los había cerrado nunca?— y se encontró en otro lugar.

Bajo sus dedos ya no había sábanas, sino una colcha bordada con hilos dorados. Sintió el relieve del tejido contra la yema de los dedos, el roce del encaje en su muñeca, la rugosidad de una alfombra gruesa bajo los pies descalzos. No era su cuarto. No era su cama. Y, sin embargo, algo en esas paredes de piedra, la nombraban sin voz.

La habitación estaba vestida en tonos cálidos, con cortinajes pesados que no se mecían, aunque el aire estaba cargado de movimiento. Las velas parpadeaban en candelabros de cristal, lanzando destellos que rebotaban en el espejo ovalado del muro. Eleanor avanzó, o creyó avanzar, porque cada paso parecía tener un peso real, un eco concreto bajo sus pies descalzos. El corsé le apretaba el torso; sentía la presión en las costillas, el roce de las ballenas en la piel. Llevaba puesto un vestido de brocado carmesí, con mangas abullonadas ceñidas al antebrazo con lazos y una faldilla amplia que caía en pliegues hasta el suelo. La enagua crujía apenas al andar. El corpiño subía rígido hasta el escote cuadrado, donde asomaba un modesto ribete de encaje. Cada detalle hablaba del linaje que representaba. Y, sin embargo, no recordaba haber elegido ese atuendo.

Cruzó un umbral y el pasillo se abrió ante ella con sus tapices bordados y sus relojes detenidos en una hora que no existía. Un susurro lejano, de música apenas esbozada, se filtraba desde algún rincón de la casa —o castillo—. Cada objeto parecía tener una historia que ya conocía. Una silla, un jarrón, un retrato sin nombre. Las yemas de sus dedos rozaron el marco de una puerta entreabierta, y pudo sentir la pátina del tiempo bajo la pintura.

Más allá de las columnas, el jardín esperaba. El sendero de piedra estaba húmedo, la niebla se pegaba al cabello, a la piel de los brazos. La fuente murmuraba en un idioma que no comprendía pero que, por algún motivo, no le resultaba ajeno. Se detuvo al borde del corredor, oculta en la penumbra, cuando lo vio.

Un hombre apoyado con descuido sobre el brocal, luciendo un jubón entallado de terciopelo azul noche, con botones dorados apenas abrochados sobre una camisa de lino marfil, cuyo cuello amplio caía abierto con desenfado. Los calzones franceses, ceñidos al muslo y rematados con botas altas de montar, acentuaban su porte juvenil. El cabello oscuro le caía en mechones rebeldes que escapaban de una coleta descuidada, y una sonrisa en su rostro que haría suspirar a todas las esposas de los integrantes de la corte. Hablaba con alguien —aunque no lograba ver a alguien allí— en una lengua que no era la suya, con un ritmo pausado, casi íntimo. El francés fluía como si las palabras danzaran entre los dientes.

Eleanor sintió una punzada, no de miedo, sino de una atracción inexplicable, tan profunda como visceral. Algo en esa figura, en su risa, en el modo despreocupado en que se movía, se le clavaba en el pecho con la intensidad de una certeza olvidada. Lo conocía, pero algo no coincidía, sentía esa familiaridad de paseos entre rosales y a la vez una sensación de desconocimiento se le alojaba en el pecho.

«¿Valcourt...?»

Él alzó el rostro. La vio. Y no se sobresaltó. La miró con una calma que desarmaba, los ojos que la descubrieron eran intensos, firmes, como si pudieran encontrarla entre siglos de rostros olvidados. Y ella… se sintió desnuda ante esa mirada, como si el pasado la hubiera atrapado en medio del presente.

Un ruido creció a lo lejos, interrumpiendo la escena como un cuchillo entre los pensamientos. Primero fue un zumbido, luego pasos. Voces. Gritos. Alguien llamaba su nombre.

«¡Eleanor!»

El grito la desgarró. Todo se quebró de golpe, como un cristal que cae al suelo. El jardín desapareció, el hombre también, como el polvo que vuela en el aire con una brisa, y el frío que le recorría la piel se convirtió en rigidez.

Despertó con un jadeo entrecortado, los pulmones resistiéndose al aire. Beatrice sollozaba cerca y Marianne la sujetaba de los hombros mientras la sacudía con fuerza. Eleanor no respondía. No parpadeaba. No respiraba. Por un instante, el cuerpo pareció negarse a regresar del lugar al que había ido.

Cuando por fin, de forma casi caprichosa volvió. El primer aliento le cortó el pecho. El corazón retomó su ritmo con un espasmo agudo. Se incorporó con esfuerzo, mareada, helada, como si hubiese cruzado un umbral invisible. El collar ardía. Se llevó la mano al colgante, y la quemadura era real, profunda, como si hubiera guardado dentro un fragmento de otro tiempo.

No entendía qué había ocurrido. Pero el perfume del jardín seguía anclado en su garganta.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.