El sonido de los violines aún se filtraba por los altos ventanales de la Ópera de Covent Garden, etéreo como un suspiro que apenas rozaba las piedras húmedas de la calle. En el interior, la música tejía un mundo de fantasía; afuera, entre la bruma espesa y los ladrillos enmohecidos, la ciudad ofrecía otro tipo de función.
Thomas Pellham corría. Tenía apenas diecisiete años y una voz que nunca se atrevía a alzarse por sobre la de su maestro, monsieur Laville —un sastre francés de renombre, célebre por vestir a nobles y artistas, y también por sus gritos capaces de helar la sangre—. Apretaba contra el pecho una caja envuelta en tela parda: dentro, el chaleco de terciopelo azul cobalto que el tenor debía lucir en la escena final. Una pieza bordada a mano, con hilos dorados que aún conservaban el calor de la plancha. El encargo se había traspapelado, o más bien, Thomas lo había olvidado. Y ahora debía llegar al teatro antes de que cayera el telón… y su cuello con él.
«Por favor, por favor, que no me mate».
Rezaba entre dientes mientras zigzagueaba entre los montones de basura y charcos de la calle trasera. El sudor le corría por la espalda pese al aire helado, y bajo la boina, la nuca le ardía como si tuviera fiebre. Había dejado de oír la música. En su lugar, percibía un rumor sordo, algo que no provenía de ningún lugar preciso, pero que parecía acompañarlo. No eran pasos. No eran voces. Era más bien la sensación de que las sombras respiraban.
Una farola parpadeó al borde de su visión, lanzando un halo anémico sobre unas cajas apiladas. El callejón que tomaba de forma rutinaria parecía distinto esa noche, como si los ladrillos se hubieran estrechado y los charcos hubiesen cambiado de lugar. El olor también había mutado. Ya no era solo humedad, orina y moho: ahora había algo metálico, como hierro viejo, y una nota dulzona, empalagosa, que le revolvió el estómago. Era una niebla que no se respiraba… se tragaba.
Un crujido a su izquierda lo detuvo en seco. Contuvo el aliento. Una pila de maderas podridas se había desplazado, aunque no logró distinguir qué la había movido. Forzó la vista, pero no vio más que oscuridad apretada. Se dijo que era un gato, tal vez una rata, o algún vagabundo que buscaba cobijo. Quiso reír, pero el sonido le salió hueco.
Se obligó a continuar. El chaleco parecía pesar más con cada paso, y el aliento que sentía detrás de su nuca —o quizá dentro de su cabeza— ya no era producto de la imaginación. No escuchaba pasos, pero sí el leve rumor de algo que se desplazaba desde los costados, como si el propio aire se burlara de él. El tercer callejón tenía una farola. Estaba rota. La luz titiló una sola vez antes de morir, dejando todo sumido en una oscuridad cargada de presentimiento. Thomas sintió un escalofrío treparle la espalda, fino como una aguja, y pensó que Laville lo llamaría supersticioso si pudiera verlo ahora.
Cuando por fin alcanzó la puerta trasera del teatro, ni siquiera se atrevió a mirar atrás. Empujó la hoja de madera con el hombro y se encontró con el caos ordenado del mundo tras bambalinas. El olor a polvo, transpiración y pintura vieja lo envolvió como una manta familiar. Un tramoyista con la cara tiznada de carbonilla le dirigió una mirada distraída al verlo entrar a toda velocidad.
—¿Tarde otra vez, Pellham?
—Casi muero por este chaleco —jadeó Thomas con una sonrisa forzada, mientras le dolía hasta el aire.
El hombre ya se había marchado sin responder. Thomas entregó la caja al encargado de vestuario, que la tomó sin mirarlo antes de desaparecer rumbo a los camerinos. Nadie le preguntó nada. La música volvía a llenar los pasillos como un río incontenible, empujando a todos en una dirección única.
Thomas esperó un rato junto a las sogas y poleas de los bastidores, como si el murmullo del escenario pudiera lavar de su cuerpo la sensación que traía desde la calle. No supo decir cuánto tiempo pasó allí; solo que, cuando finalmente se decidió a marcharse, la función ya había terminado y los primeros aplausos comenzaban a extinguirse. Cruzó entre bailarinas que reían, hombres sudorosos que cargaban decorados, y cantantes que encendían cigarrillos con dedos aún maquillados. Todo tenía el ritmo de un mundo que no dormía nunca.
Salió por la misma puerta de servicio y se encontró otra vez con el frío. La humedad se le metió bajo la camisa y sintió que el sudor, ya casi seco, lo envolvía como una segunda piel helada. Empezó a caminar sin apuro, con las manos hundidas en los bolsillos y la cabeza baja. Ya no corría. No había razón para hacerlo.
El silencio de la calle parecía más denso ahora. Las casas y los negocios se alzaban a los costados como figuras quietas, sin más luz que la tenue de un farol solitario. Fue entonces cuando lo notó: no el sonido, sino su ausencia. No había pasos propios. No había ecos. Solo su respiración. Su pulso.
Y luego, otra vez, esa sensación: como si alguien —algo— lo observara desde un rincón que no podía ubicar. Un cosquilleo le subió por la nuca, y volvió a mirar hacia atrás. Nada. Pero el mundo ya no se sentía vacío. Se sentía contenido. Como si una presencia respirara dentro de él sin pedir permiso.
Aceleró el paso. Intentó silenciar el repiqueteo de sus zapatos sobre el adoquinado, pero cada sonido parecía multiplicarse. De pronto, lo supo. No lo pensó, lo supo. Ya no estaba solo.
Algo se deslizó en la oscuridad. No fue un sonido claro, ni una forma definida. Apenas un movimiento que perturbó el aire, como una ráfaga demasiado rápida para el ojo. El frío se intensificó. El corazón de Thomas empezó a latir con una violencia que no obedecía al esfuerzo, sino al miedo.